miércoles, 31 de diciembre de 2014

Bienvenido 2015



¡¡¡ Bienvenido 2015 !!!

Todos te estábamos esperando con los brazos abiertos.
Nuevas oportunidades, nuevos proyectos, nuevos desafíos.

365 días de todos los colores y de buenos momentos.


Vira Lata na Via Látea



domingo, 7 de diciembre de 2014

La vida es sueño




Dejo aquí el soliloquio de Segismundo de la obra "La vida es sueño" de Calderón de la Barca, que mucho me impresionó cuando lo leí en el libro de Lengua Española de 5º de E.G.B. Como diría Aute: ¡Qué toda la vida es cine y los sueños cine son!

"SUEÑA EL REY QUE ES REY"

Pedro Calderón de la Barca


Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?

Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.

¿Qué es la vida?  Un frenesí.
¿Qué es la vida?  Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

(Soliloquio: Fragmento de "La vida es sueño")

P.D: La fotografía es de Chema Madoz


El tiempo




El otro día en la escuela, en una prueba bimestral, se me ocurrió preguntar a los alumnos de 6º Ano, qué es el tiempo y que intentarán definirlo a su manera, con sus palabras. Los resultados fueron increíbles. Todas las definiciones me sorprendieron por su carga de filosofía, metafísica y de pragmatismo adolescente.

Leed las definiciones y decidme cuál es la que más os gustó. Ah se me olvidaba, las respuestas están en portugués.


EL TIEMPO / O TEMPO:

- Eu defino tempo como momento. Cada segundo é um tempo. O tempo é o passar.

- O tempo é infinito, ele nunca muda.

- O tempo é basicamente tudo. Ele sempre existiu e sempre vai a existir, antes de nós existirmos e quando pararmos de existir.

- Para mim o tempo é o passado, o presente e o futuro. É tudo que já aconteceu e o que acontecerá.

- Para mim o tempo é definido como uma linha que liga o passado, o presente e o futuro. O tempo define o dia, a noite, a hora, o ano, etc. Ele tem relação como os movimentos da terra. Não podemos parar os movimentos da terra, assim como não podemos parar o tempo.

- Para mim o tempo é uma coisa que passa durante o dia.

- O tempo é o ritmo e a velocidade do envelhecimento do universo.

- O tempo são os momentos da sua vida.

- O tempo é todo, ele não tem começo, nem meio, nem fim. É como uma linha continua que não cabe em um pedaço de papel.

- É algo que acontece e se for meteorológico pode estar nublado.

- O tempo é o passar das horas e o modo em que está o clima.

- O tempo é infinito pois existe antes da invenção do mundo.

- O tempo para mim vale ouro porque sem o tempo estariamos perdidos no propio tempo. 

- O tempo está passando enquanto fazemos a prova.

- O tempo para mim é sem fim, enquanto haver o universo vai ter tempo e nunca sabemos o que vem pela frente.

- Tempo para mim é o resultado de todos os movimentos da terra: rotação e translação.

- O tempo é o ciclo da vida. Desde que nos estamos na barriga de nossa mãe até a nossa morte.


Os dejo aquí también la letra de la canción "Oración al tiempo" del gran Caetano, llena de filosofía vitalista y luminosa.

Oração ao Tempo
CAETANO VELOSO


És um senhor tão bonito
Quanto a cara do meu filho
Tempo, tempo, tempo, tempo
Vou te fazer um pedido
Tempo, tempo, tempo, tempo

Compositor de destinos
Tambor de todos os ritmos
Tempo, tempo, tempo, tempo
Entro num acordo contigo
Tempo, tempo, tempo, tempo

Por seres tão inventivo
E pareceres contínuo
Tempo, tempo, tempo, tempo
És um dos deuses mais lindos
Tempo, tempo, tempo, tempo

Que sejas ainda mais vivo
No som do meu estribilho
Tempo, tempo, tempo, tempo
Ouve bem o que te digo
Tempo, tempo, tempo, tempo

Peço-te o prazer legítimo
E o movimento preciso
Tempo, tempo, tempo, tempo
Quando o tempo for propício
Tempo, tempo, tempo, tempo

De modo que o meu espírito
Ganhe um brilho definido
Tempo, tempo, tempo, tempo
E eu espalhe benefícios
Tempo, tempo, tempo, tempo

O que usaremos pra isso
Fica guardado em sigilo
Tempo, tempo, tempo, tempo
Apenas contigo e comigo
Tempo, tempo, tempo, tempo

E quando eu tiver saído
Para fora do teu círculo
Tempo, tempo, tempo, tempo
Não serei nem terás sido
Tempo, tempo, tempo, tempo

Ainda assim acredito
Ser possível reunirmo-nos
Tempo, tempo, tempo, tempo
Num outro nível de vínculo
Tempo, tempo, tempo, tempo

Portanto, peço-te aquilo
E te ofereço elogios
Tempo, tempo, tempo, tempo
Nas rimas do meu estilo

Tempo, tempo, tempo, tempo

Maneras de vivir



En su día, es decir a comienzos de los ochenta las canciones de Leño no estaban hechas para alguien como yo y así dejé pasar de largo aquel rock callejero y pasota, sin embargo ahora descubro que Rosendo era ya un poeta del asfalto con su guitarra Fender Stratocaster. "Hijos del agobio" era el lema de su manifiesto musical.

"MANERAS DE VIVIR"
(Rosendo Mercado)

No pienses que estoy muy triste 
si no me ves sonreir 
es simplemente despiste 
maneras de vivir. 

Me sorprendo del bullicio 
y ya no sé qué decir 
cambio las cosas de sitio 
maneras de vivir. 

Voy cruzando el calendario 
con igual velocidad 
subrayando en mi diario 
muchas páginas. 

Te busco y estás ausente 
te quiero y no es para ti 
a lo mejor no es decedente 
maneras de vivir. 

Voy aprendiendo el oficio 
olvidando el porvenir 
me quejo sólo de vicio 
maneras de vivir. 

No sé si estoy en lo cierto 
lo cierto es que estoy aquí 
otros por menos se han muerto 
maneras de vivir. 

Descuélgate del estante 
y si te quieres venir 
tengo una plaza vacante 
maneras de vivir

P.D: La fotografía es de Chema Madoz

jueves, 13 de noviembre de 2014

Manoel de Barros



PALAVRAS & PERALTAGENS

"Distâncias somavam a gente para menos. Nossa morada estava tão perto do abandono que dava até para a gente pegar nele. Eu conversava bobagens profundas com os sapos, com as águas e com as árvores. Meu avô abastecia a solidão. A natureza avançava nas minhas palavras tipo assim: O dia está frondoso em borboletas. No amanhecer o sol põe glórias no meu olho. O cinzento da tarde me empobrece. E o rio encosta as margens na minha voz. Essa fusão com a natureza tirava de mim a liberdade de pensar. Eu queria que as garças me sonhassem. Eu queria que as palavras me gorjeassem. Então comecei a fazer desenhos verbais de imagens. Me dei bem. Perdoem-me os leitores desta entrada mas vou copiar de mim alguns desenhos verbais que fiz para este livro. Acho-os como os impossíveis verossímeis de nosso mestre Aristóteles. 

Dou quatro exemplos:

1) É nos loucos que grassam luarais; 
2) Eu queria crescer pra passarinho; 
3) Sapo é um pedaço de chão que pula; 
4) Poesia é a infância da língua. 

Sei que os meus desenhos verbais nada significam. Nada. Mas se o nada desaparecer a poesia acaba. Eu sei. Sobre o nada eu tenho profundidades". 

MANOEL DE BARROS



POSDATA (en español):

Te has ido, viejo maestro, un jueves de noviembre cuando el día no hacía nada más que comenzar y todos nos íbamos camino del trabajo, sorteando el oficio de vivir.

Te has ido, viejo maestro, porque alguien lo ha dicho en las noticias de la televisión y nos dejas solos en aquel lugar del que tanto hablabas, cerca del abandono.

Te has ido, viejo maestro, y nos dejas tus palabras y tus travesuras con la gramática brasileña, palabras desimportantes, despropósitos poéticos que nos llevaban de vuelta a una infancia olvidada en aquel cuaderno escolar, donde dibujábamos hormigas, estrellas y silencios.

Te has ido, viejo maestro y nos dejas la materia de la poesía escondida en las páginas de tus libros, onde pássaros, adjetivos e meninos do mato assoviam a tua ausencia.

Você já sabia que "ontem choveu no futuro".


martes, 11 de noviembre de 2014

Un lugar donde vivir







Rescato en este blog olvidado el primer artículo que Antonio Muñoz Molina publicó en el Abc Literario en aquella sección de título cervantina: "La cueva de Montesinos". El escritor aún vivía en Granada y todavía no se había enamorado de Elvira Lindo.



Un lugar donde vivir

LO extraño de una parte de los escritores y de las gentes que rondan la vida de los libros es que no les interesa nada la literatura. Parece que en Madrid esto es una evidencia o una norma natural: pintores que detestan la pintura, músicos que se duermen invariablemente en un concierto, literatos consagrados a la exégesis de los concursos zafios de la televisión. Se trata sin duda de un enigma elegante. ¿No imaginó Borges que habría asesinos por amor y traidores sólo impulsados por la lealtad? A provincias las verdades tardan algunos años en llegar: uno todavía escribe porque no sabe hacer otra cosa en la vida y lee libros porque le cuesta imaginarse un placer más delicado y más alto, pero parece que esta debilidad es un anacronismo. En la provincia la soledad es tan notoria y los hoteles umbríos tan escasamente clandestinos, que la única posibilidad de encontrar un lugar habitable es escribir artículos o reconocer una voz en mitad de un periódico que sea tan hospitalaria como la casa de uno. 

Hace poco, al terminar una novela cualquiera de Georges Simenon, al añorar en seguida los cielos bajos y lluviosos de París reflejándose en el espejo inmóvil de las aguas del Sena, obtuve una conclusión un poco melancólica: una novela no es nada más que un lugar donde vivir, una casa, una mirada, una voz de cualquier día y de siempre. 

Una novela es la otra vida necesaria que no nos atrevimos a desear; un artículo es una de esas citas fugaces en un bar, que sin que lo sepamos, designan nuestro porvenir. Comprendo que éstas son pálidas convicciones de provincia, pero alguna ventaja tenía que ganarse con vivir en el limbo. En Madrid todo es mucho más simple: se nota que el desdén es una de las escasas actitudes que salvan del escarnio. Lo natural en un poeta es partirse de risa a costa de la mayor parte de la poesía española. Lo que certifica la valía de un novelista, en especial si lo condecora el pasajero mérito de la juventud, es declarar que desde hace años no lee novelas, y que si las escribe es sólo por ganar algún dinero fácil. Lo que uno siente al oír estas cosas, después del estupor, es un acceso de piedad, porque el dinero fácil se obtiene más difícilmente con la literatura que con el tráfico de estupefacientes, por ejemplo, y porque debe ser muy triste ganarse la vida y la celebridad con un oficio que se odia. Pero ya se sabe que hay gente para todo y que el éxito suele ser un malentendido. 

Cuando termino de escribir un libro yo siempre siento hacia él, aparte del alivio de haberlo concluido, la inmediata nostalgia del tiempo en que lo escribía y de los hábitos que acompañaron el demorado crecimiento de sus páginas: de los libros se va uno como de un hotel en el que ha sido feliz durante unos pocos días. Cuando un instinto más certero que la inteligencia -con razón Proust desconfiaba tanto de ella- me dice que he encontrado la primera línea de una novela, esa primera frase que contiene todas las que vendrán después, es como si hubiera hallado, entre las cosa triviales que uno suele llevar en los bolsillos, la llave de una casa cerrada que rondé mucho tiempo desesperado por el miedo a no lograr que alguna vez su puerta se abriera al empuje de mi mano. 

En una película de Buñuel, una mujer apresurada que viene de la compra deja sobre la mesa una gran bolsa de papel y va sacando y enumerando las cosas que contenía: «El café», dice con naturalidad; «el pan, el azúcar, las verduras, la llave de los sueños...», que es una pesada llave de hierro como las que abrían las puertas antiguas, aquellas que distinguíamos en nuestra calle únicamente por la resonancia metálica de sus llamadores. 

Hay lugares fracasados y casas en las que misteriosamente advertimos que nunca ha sucedido la felicidad, igual que hay bares comunes tocados por el maleficio invisible del desamparo en los que nunca entra nadie. Exactamente esa misma sensación es la que notamos al abrir ciertos libros: no fueron habitados ni amados mientras se escribían, y nos solicitan vanamente y escapamos de ellos como de ésos rostros que nunca fueron mirados por las intensas pupilas del amor. Nada tiene que ver aquí la perfección ni la sintaxis, que son virtudes frías, ni tampoco las azarosas credenciales del éxito. Hay ciudades de una belleza sin error en las que sospechamos que es imposible la vida. Hay libros tibiamente calculados por la inteligencia, y películas, y cuadros, que no le importan nada a nadie, ni a quien los hizo. 

Uno imagina sin soberbia otro destino para las palabras que escribe: que no se cifren en ellas, como en el plano de un tesoro, la longitud y la latitud de un lugar habitable, de una casa reconocida como propia por quien ingrese en ella y que sea a la vez un poco inquietante, con ruidos extraños en la oscuridad, en el silencio del insomnio, con pasillos usuales que algunas veces, en esas tardes de lunes o domingo en las que nada nos consuela, parezcan tramos tenebrosos del laberinto de Minos. Hay quien llega a su casa y enciende la luz y cuelga el abrigo en el perchero y no le ocurre nada: son esas mismas gentes que no se conmovieron ni el primer día que las fue dado ver el mar. Pero hay también quien lo espera todo de los próximos cinco minutos, de la mirada o del libro que están a punto de encontrar. Para esa gente despojada y lunática la vida y la literatura son una perpetua invitación a descender sin miedo a los prodigios de la cueva de Montesinos. 

Antonio MUÑOZ MOLINA

Abc Literario, Sábado 21 de mayo-1988
LA CUEVA DE MONTESINOS



viernes, 7 de noviembre de 2014

La Gioconda de Duchamp



La Gioconda de Duchamp (1919)

Las vanguardias de entreguerras se dedicaron a ponerlo todo patas arriba y el señor Duchamp tuvo la ocurrencia de pintarle unos bigotes a la Gioconda de Da Vinci. El Renacimiento se transformó en surrealismo con esta provocación infantil mal intencionada.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Crônica de um sábado de Outubro



Crônica de um sábado de outubro

Juan López


Não era dia de aula, não tinha tarefa de matemáticas, nem de geografia. Era um sábado do mês de outubro e aquele dia no lugar de estar dormindo mais um pouquinho na cama e depois curtir aquela preguiça tomando o café da manhã na frente da tevê, alguns alunos haviam ido à escola. Lá estavam todos, (todos os que estavam) sentados, reunidos na porta da entrada, esperando ansiosos e brincalhões. Os alunos do sexto ano “A” da Escola CIE, juntos com Tânia, a professora de língua portuguesa e Juan, o professor de Espanhol, iam fazer um city tour pela cidade de Rondonópolis.

Os primeiros alunos em subir se colocaram no final da van, tudo eram risos e olhares de cumplicidade, misturado com o calor sufocante do Mato Grosso, que já desde primeiras horas da manhã castigava inevitavelmente a todos seus habitantes. O dia anterior, no jornal da tevê a apresentadora da previsão do tempo falou que aquele fim de semana seria o mais quente do ano.

A primeira parada foi o “Marco Zero” de Rondonópolis, local onde hoje se encontra “O cruzeiro estilizado”, uma grande cruz de metal no alto de um monumento de pedra. Esta à margem do Rio Vermelho, onde tudo começou pois ali se fazia a travessia do rio em uma balsa. Aqui tiramos as primeiras fotos para registrar este momento cultural.

Do outro lado está Casario, um lugar tranquilo para passear no final da tarde, onde tem pequenas casas que há alguns anos foram reformadas pela prefeitura e transformadas em lojas que vendem artesanato e comidas típicas da região. A rua estava interditada porque o Banco do Brasil realizava um evento de promoção para venda de carros com juros baixos e parcelas a perder de vista. “Toda a linha Ford com taxa zero”.

De lá fomos visitar a primeira agência dos correios na Rua Floriano Peixoto e depois olhamos desde as janelas da van o primeiro hotel da cidade. O tempo avançava rápido no relógio daquela manhã de sábado e o próximo lugar escolhido era a Escola Sagrado Coração de Jesus, uma das escolas mais antigas de Rondonópolis. As ruas estavam fervendo de carros e pessoas e nós estávamos indo em direção à Praça dos Carreiros, onde um ipê amarelo conversava baixinho com uma velha carroça, transformada em escultura, que ainda está no meio da praça. Depois avançamos pela Avenida Amazonas rumo ao Rio Arareau, onde antigamente as pessoas se juntavam aos domingos e tomavam banho. Os alunos iam fazendo monte de fotos com os celulares até chegar de novo à escola, onde outros alunos, de outras salas estavam terminando os painéis da Feira de Ciências. 

Na saída da van todos os alunos deram “um tchaozinho” e “um muito obrigado” ao condutor Leo, um jovem rondonopolitano que nos levou um sábado de outubro para conhecer um pouco melhor a cidade onde moramos, nos divertimos e sonhamos todos os dias do ano. A propósito, Maria Clara falou para todos mandarem as fotos no whatsapp, ao grupo “Respostas” da sala. 

jueves, 30 de octubre de 2014

Cabeza pensante




"Sé tú mismo, ya que todos los demás están cogidos”

OSCAR WILDE


«No soy nada. Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
A parte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo»

FERNANDO PESSOA


"Mi vida ha estado llena de terribles desdichas, 
la mayoría de las cuales nunca ocurrieron". 

MONTAIGNE 



"Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo”

JULIO CORTáZAR



"El escritor original no es aquel que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar.”

FRANÇOIS-RENÉ DE CHATEAUBRIAND



"Nunca es demasiado tarde para ser la persona que podrías haber sido”

MARY ANN EVANS



"Leer es pensar con el cerebro ajeno en lugar de hacerlo con el propio”

SCHOPENHAUER



"Yo sé que todo es irreal, pero no sé cómo probarlo”

E.M. CIORAN


"Nada más triste que saber que uno sabe escribir, pero que no necesita decir nada de particular, ni a los demás ni a sí mismo".”

JAIME GIL DE BIEZMA

Coque Malla






Las canciones de Coque Malla son como la "tristealegría" del poeta, una mezcla de melancolía, optimismo, rabia y ganas de pasarlo bien. Su guitarra acústica tiene un sonido limpio donde las melodías del desamor son nocturnas y difíciles de olvidar.



martes, 28 de octubre de 2014

Soñándote



Encontré hace algunos días los primeros poemas que publicó Francisco Pérez Martínez, un heterónimo de Pacumbral en una revista de León, allá por el año 1954-55 y los dejo aquí escondidos en este blog "nocturno, noctámbulo y nocherniego". Tenía tan solo 22 años y parecía estar incapacitado para la felicidad, esos instantes de plenitud que tal vez podrían reconciliarlo con su pasado. No sé porqué no aparecieron en su "Obra poética" publicada en 2009. Tal vez eran el fruto prematuro de un poeta que eligió la prosa de los periódicos para "festonear" la actualidad con la rosa y el látigo de sus palabras.



1.

Te miré hasta el final de tu mirada
liberando mis ojos en el cielo
lento de tus pupilas. Quieto vuelo
de mi alma en tu altura desvelada.

Honda y serena plenitud distante
de la luz que en tus ojos se remansa,
claro contacto de la hoguera mansa
que te revela y besa en cada instante.

¡Qué juventud de azules en tu frente
propicia al infinito atardecido
gloriosamente han sobrevivido

A la luz en cada flor ausente.
Gloriosamente sueñas en la tarde
que te eterniza en su postrer alarde.


F.P. (1954)


2.

Las dichas van en tropel
y no acierto con la mía.
Todo yo en pos del corazón,
¿y el corazón en pos de qué?
Le basta con detenerse
en su perpetua busca
para ser en centro del universo,
pero el instante de la plenitud
siempre le sorprende lejos,
ganando en botín y aventura

su propia juventud al tiempo.

F.P. (1955)


3.

Tengo la dicha en mí
y no acierto a alegrarme con ella.
Me la siento de algún modo,
habitándome confusamente.
me la ven los demás
y me la veo en ellos.
Su luz de tan dentro
es ya la que alumbra fuera.
Mas, voy a mirarla a solas
y se me torna tristeza.

F.P. (1955)


4.

En la alegría soy múltiple
y en la tristeza uno.
y después de cada alegría
y de cada tristeza,
esto que de mí me queda
para seguir siendo yo,
para reconocerme una vez más,
y que es ya el principio
de nueva lucha y esperanza.
De la pasión a su nostalgia,
mi juventud siempre a salvo.

F.P. (1955)

jueves, 16 de octubre de 2014

Buenas noches, poesía



Buenas noches, poesía

BUENAS noches, poesía, verdad temblorosa del mundo, buenas noches...

Estás en nuestra vida, poesía, como razón libre y última. Podemos vivir aquí esta vida corta y desvalida, de un lado para otro, y en el fondo te tenemos a ti, como un consuelo con el que sólo el alma cuenta por fin. Es increíble y salvador que te tengamos tan segura. Ganamos o perdemos toda la fe, la vida toda, y nadie podrá quitarnos tu luz verdadera; eres la forma de conocimiento y posesión de quien nada sabe ni tiene.

Sé bien que soy tronco
del árbol de lo eterno.
Sé bien que las estrellas
con mi sangre alimento.
Que son pájaros míos
todos los claros sueños...
Sé bien que cuando el hacha
de la muerte me tale,
se vendrá abajo el firmamento.

Qué humilde soberbia redentora puede dar al hombre descorazonado y final el grito íntimo de la poesía. El poeta se queda a solas en estos versos, para, solitario y desposeído, alzar su soberbia legítima y desconocida de hombre en pie, de ser iluminado y pleno. El poeta siente la vida con más profundidad y dolor que nadie. Si el hombre es clave del universo, bien puede decirse que el verdadero y único derrumbamiento de los cielos sobreviene cuando él cae a tierra.

Esta poderosa sensación de cimiento y altura, de clave y posesión, la tiene el alma cuando acierta a estar a solas con la poesía, en intuición hermosa de una verdad inexplicable y emocionante.

Más que belleza, más que ensueño, la poesía es verdad misteriosa, certeza repentina y conmovida. Cuando casi olvidada te tenemos, andas entre las cosas, poesía, libre y eterna, tan pura sin nosotros. Y luego, el encuentro contigo, la salida imprevista al viento luminoso de la lírica.

Hay en la vida diaria de apremios y desganas momentos misteriosamente propicios al abandono en la poesía, secretamente cercanos al sosiego lírico y purificador. Si nadie viniese detrás de nosotros, si el tiempo y los caminos no viniesen empujando, podríamos en uno de esos momentos quedarnos para siempre en ti, poesía, madre inspiradora y total.

Buenas noches, poesía, buenas noches...

FRANCISCO UMBRAL, 1959

miércoles, 15 de octubre de 2014

Una mañana de 1955



La mañana

«Todo lo inventa el rayo de la aurora» 
J.G. 


Entre todos iban trayendo el día, le iban logrando –claridad informe– con su labor, con su esfuerzo, con su clamor innumerable. Habitaban voluntariamente la mañana, colonizaban el día virgen. Recobraban el mundo, recobraban su mundo, ya ciudad.

Todo se congregaba ya, se comunicaba, bajo el gran cielo amanecido, y un alto viento abanderaba el día. Fluían calles raudas en clara dispersión. En todos los recodos de silencio había ya un presentimiento de mundo circundante y transitado. 

Lentas sirenas violentaban el aire, le tensaban, llamando angustiosamente a una epopeya de futuros, enardeciendo para un heroísmo colosal e incógnito. El cielo, abultado de nubes blancas y grises, desplomado y sombrío, era todo él como un enorme presagio. A intervalos, el sol se abría sobre las calles, poniendo un amanecer en cada fachada. Luego, el vasto retroceso de la luz dejaba al mundo desolado y sin colores. 

El día se extendía a la redonda en la gran plaza, desbordaba las calles, viajaba en claros autobuses, se exaltaba en bocinas, entre la luz y la sombra, nublado y despejado, de cara al viento húmedo. 

En la larga avenida de árboles, la vida tenía un despertar dorado y tenue, con luz trémula en los balcones y en los charcos de la calle. Había por el suelo claras hojas caídas, como el rastro de una devastación lenta y melancólica. De pronto, el sol lo alumbraba todo, lo llenaba todo, revelaba los pájaros de cada árbol y dejaba la mañana de par en par. 

Después, la luz volvía a aminorarse poco a poco, y el día se quedaba entornado, en medios tonos y medias voces, respirando un aroma mañanero y distante. 

Arriba, la lenta emigración del cielo. Nubes y viento. Todo iba pasando frente al sol, incoloro y frío, ocultándose y haciéndole reaparecer. Abajo, la ferviente diversidad de la vida; la rotación de las calles y las plazas; caos sin alarma; ventanas; un mercado de fruta, oloroso, colmado, vocinglero; el trabajo de todos, fiesta sin querer; las frentes y los brazos; compás de la ciudad, mundo habitado, inaugurado día… 

En el horizonte, vagamente coloreado, tras las últimas torres, hacia el cielo, todavía le guardaba a la mañana un ámbito puro, recién amanecido y en suspenso, inhabitado, intacto.”  


Publicado en la Revista "Arco" en 1955 por FRANCISCO UMBRAL.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Aurora Bernández




Aurora Bernárdez fue la compañera de los años parisinos de Julio Cortázar, apesar de no ser la inspiradora de la Maga de Rayuela. Ella era una mujer inteligente, gran lectora, traductora de la ONU y acompañó a Cortázar en infinidad de viajes. Después con el tiempo se separaron y sin embargo fue ella quien cuidó de la obra inédita del Gran Cronopio, publicando libros como "Papeles inesperados" y "Clases de Literatura".

Dejo aquí dos textos que ella escribió relatando dos viajes que hizo por España: San Lucar y Santiago de Compostela.


RELATO

Viaje a Sanlúcar

Además de gran traductora y albacea de la obra de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez fue una escritora secreta. Este es el relato inédito de un periplo por Andalucía en mayo de 1989

Coincidencias: el viaje a Sanlúcar empezó con una emisión en la que Caballero Bonald hablaba, con gran poder de persuasión, de esta ciudad. Las imágenes completaban el efecto. Hoy, 5 de julio, exactamente dos meses después de la partida hacia Sanlúcar, desde Barcelona, con Alfredo y Philippe, la televisión anuncia la lectura de poemas de Caballero Bonald por el autor. El último está dedicado a Lluc Alcari, lugar donde veranearon Vargas Llosa, Carlos Courau, Héctor y Martha Arena, y donde Alfredo y Philippe suelen bañarse con los Biemel, previa inmersión de un termómetro —en el mar, claro— y regresar para el almuerzo con la cosecha de piñas gracias a las cuales, cuando esté cansada de Deyá, podré incendiar la casa y sus recuerdos.

Busco en la biblioteca las Historias de cronopios para repasar las "maneras de viajar". Sólo recuerdo con precisión la frase referida a las esperanzas que, como las estatuas, se dejan viajar por las cosas. Si es así, me pregunto si no entraré, al menos como viajera, en este grupo inocuo, inoperante, distraído.

Recuerdo también que Ulises, durante su viaje, se llama a veces "Persona" (nadie, o máscara en latín). Como si en el viaje uno no fuera nadie, como si lo que existiera fuese solamente lo que se ve. ¿Qué pasa si el viajero está demasiado presente? El viaje deja de ser. (Recordar los que hablan de la visita a la Pinacoteca de Brera, con el finado Pepe, delante de las ruinas de Itálica, o de los chipirones rellenos frente al monasterio de Matra. O los que se ven retratados en las novelas, otra gran propuesta de viaje. El viaje importa como metáfora).

Yo no sé si el delirio de la movilidad tiene que ver con la pasión por los viajes. El viajero ha sido sustituido por el turista, esa partícula de un montón que no se deja viajar por las cosas, que arrastra consigo la necesidad de seguir comiendo chucrut en el país de la paella, de encontrar panderetas cuando el mismo rock se oye en Hamburgo, en Moscú o en Sevilla. El gusto por lo diferente requiere una imaginación. Y el viaje es eso: imaginación en el punto de partida; memoria en el punto de llegada como arranque de otra imaginación: la imaginación del recuerdo. El viaje mismo, como en la historia de Zenón y la tortuga, es una imposible sucesión de inmovilidades porque el paso de una inmovilidad a otra es infinitamente divisible. Y tener pedestremente un billete de avión en el bolsillo no demuestra nada. El viaje (como el movimiento) no se demuestra andando.

La imaginación: el viaje a Sanlúcar nace de lo que imaginé viendo la emisión de Caballero Bonald y de lo que imaginaron Alfredo y Philippe cuando se lo conté. Lo que Caballero Bonald contaba era ya imaginario, aunque la televisión estuviera tratando en vano de darle consistencia de realidad. Y lo que yo vi, ¿era Sanlúcar o lo que quise ver después de conocer la versión de Caballero Bonald? ¿Y lo que vio Alfredo? ¿Y lo que vio Philippe?

Sanlúcar, por hablar sólo de la meta, es Rashomón: un cuento contado por varias voces, una versión múltiple de una realidad que nunca sabremos cómo es o que quizá se componga de todas las versiones posibles. El caso es que una de ellas, el eco que en mí despertó la de C. B. y lo que la mía despertó en A. y Ph. (versiones de tercer grado) fue el móvil del viaje: un producto imaginario fabricado a partir de otros productos imaginarios.

Por tanto, si el viaje nace de una imagen, el único preparativo necesario es la obtención de un punto de arranque. Seguramente la realidad no confirmará lo que esperábamos y el viaje sólo estará logrado si de resultas de él creamos una imagen diferente que relegará la primera a la condición de hipótesis de trabajo, o de espejismo, o de simulacro. Es lo que va a pasar, creo, con Sanlúcar.

Así que a la esperanza las lecturas le servirán de poco, incluso las que vaya haciendo durante el viaje. Como lo sabe, prefiere una novela de Barbara Pym, la descripción de un mesurado té con pan y mermelada en una modesta vicaría, o de una fiesta de caridad donde los que han llevado morralla para vender, compran la ajena y todo da varias vueltas para llegar a las mismas o parecidas manos. Nada le hablará del último abencerraje o de la caída de Granada. Todo será ajeno a esa imagen arbitraria que guarda en el fondo de su memoria para preservarla mejor y para que su derrumbe sea más discreto, como si estuviera hecha de la arena de los sueños y permitiera surgir la otra imagen que no es de arena, sino de sombras quizá definitivas.

Hasta llegar a Sanlúcar todo pasa como las páginas de un libro que hojeamos rápidamente: algunas imágenes quedan pegadas a un comentario: las torres de vigía que jalonan largos trayectos, las flores, muchas, sobre todo rojas, que quisiera ver de cerca; los pueblos perezosos pero nítidamente derramados en la serranía, unas ruinas romanas que me impresionan menos que esas flores, ahora moradas, del otro lado de la alambrada que rodea, como un gran gallinero, los restos ilustres de un ágora y un teatro. De los pueblos incorporo el nombre que genéricamente, obviamente, reciben: los pueblos blancos. El nombre (quizá el plural) tiene más fuerza que la imagen misma.

Las ruinas de Itálica también están envueltas en el aura literaria de su nombre. Volvía a leer los versos que coronan la puerta de los toilettes, cerca de la entrada. Grupos de turistas admiran el sistema de alcantarillado; siempre causa sorpresa que los hombres de hace dos mil años fueran tan inteligentes como los de hoy, y por un instante una moderada modestia en la consideración de los propios méritos los vuelve algo más sensatos. A mí me impresionan los oscuros, húmedos pasadizos, como si las mazmorras guardaran más recuerdos que los patios, como si el lado negro de la vida fuera más tenaz en la memoria que el sol en los mosaicos.

Pero lo más evocador sigue siendo la hierba que crece obstinada entre las piedras, esa hierba, ella sí, eterna, que nace cada primavera de viejas raíces escondidas, y los cipreses, de apenas cincuenta años, que es como si hubieran estado siempre allí.  El paisaje de Ronda no admite comparaciones; se remite a sí mismo. Hay una quietud salvaje y amenazadora en ese despeñadero por el que se precipitó el arquitecto del puente. Bajamos para mirar la ciudad en lo alto; me acordé (no puedo evitar las referencias a lo leído) de Manuscrito hallado en Zaragoza, de sus historias de ahorcados y de mellizas horribles como una muerte doble. Me acordé del conde Potocki, de Las mil y una noches, en el hotel Reina Victoria, con su pequeño jardín multiplicado en laberínticos senderos donde señoras inglesas cacareaban de una terraza a otra, y alemanes desparramados en blasfemos sillones de plástico (Rilke los perdone) se mezclan en mi recuerdo con las pantorrillas robustas de un grupo de ciclistas embarcados en un Romantische Reise, espectáculo de fuerza y juventud que me trae penosas reminiscencias de otra juventud sana de cuerpo y el alma podrida por el desprecio, que veía en noticieros y revistas de hace cincuenta años.

En Gibraltar, reducido para nosotros a una fila de coches en una carretera calcinada, esperando el momento de entrar en un inmenso mercado donde todo se compra, al parecer, más barato: transistores, magnetoscopios, cigarrillos, alcoholes, todo lo que atesora un mundo desesperado por gastar lo que no tiene; en Gibraltar, digo, sólo pensé en la frase del guía de Zazie: "Voici Gibraltar aux anciens parapets", pronunciada delante de la Samaritaine. Conseguimos escapar a la carretera, al olor a gasolina, al calor aplastante, dimos vueltas por unas calles vacías y polvorientas y salimos otra vez al campo.

Subimos a Gaucín, donde alguna vez Christiane pasó unas vacaciones (Christiane, a quien no conozco, estuvo muy presente durante el viaje, y desde Gaucín, Philippe le mandó una postal. De ella sé, además de diferentes historias de una vida como todas, que tiene los pies anchos, que fue o es vegetariana. Estas presencias ajenas, ¿tiene algún sentido que ignoramos? ¿Trazan alguna figura en nuestras vidas —concretamente en la mía— que se entendería si fuéramos capaces de atar tantos cabos sueltos? ¿De cuántas gentes que no conozco ni conoceré sé el número de zapato que calzan, la forma en que se visten, sus amores? ¿Cuántos sabrán de mis cosas que he olvidado? ¿Qué es esa vida que alguien teje remotamente alrededor de nosotros?).

Philippe ha escrito la tarjeta para Christiane. Vamos al correo a despacharla. Es una habitación con dos empleados. Poco interesante. Pero se llega bajando unos peldaños a un patio que es una calle, donde una mujer barre meticulosamente. Me siento a observarla, vigilo cada hoja, cada ramita, cada flor que, cuando las creo olvidadas, la mujer arrastra pacientemente con su escoba. Podría quedarme horas allí, mirándola; es evidente que también ella podría pasarse horas barriendo. Supongo que este es el secreto de la "vida de provincia", desprestigiada por el apetito de novedad, de variedad propio de la vida ciudadana, de su dinamismo que, como las máquinas de Tinguély, no sirve para nada, de esa aceleración del tiempo que nos acerca velozmente a la muerte. Esa mujer barriendo, yo mirándola, estamos aquí en una forma de vacío temporal que imagino parecido a lo eterno.

En Sanlúcar el palacio de la duquesa nos lo abrió Caridad. Así la conocimos sin saber todavía que era ella la que se ocuparía de nuestras vidas esos cinco días. Tras la verja negra, en la plaza de los Condes de Niebla, había un patio de tierra desnuda y limpia, un patio elegante, severo y alegre a la vez, casi humilde, blanco, de proporciones justas. A la izquierda, el ala más antigua del palacio daba a un jardín como un tablero de ajedrez, con unas plantas polvorientas metidas simétricamente en una tierra clara y reseca como arena. (Un muchacho con jeans hacía vagos trabajos de albañilería. Después comprobamos que esos trabajos, así como las excavaciones arqueológicas a cargo de la duquesa y su maisonnée, formaban parte de la vida diaria, y al bello jardinero-albañil volvimos a verlo varias veces). Las habitaciones grandes y frescas padecían una decoración multicolor, vagamente tirolesa, pero las duchas eran correctas, las camas limpias y por la mañana descubrimos el desayuno que era más que ducal: generoso de zumo de naranja, de café, de tostadas, de bizcocho casero. Y Caridad con su gran cara un poco caballuna y su delicioso acento, ahí para servirnos con naturalidad y discreción, como es propio de la gente verdaderamente aristocrática. Supimos que había una visita guiada del palacio y un archivo que no se visitaba pero que, dada nuestra distinción, la duquesa estaba dispuesta a mostrarnos. Así la conocimos. La presentación fue en condiciones un poco desconcertantes: en lo alto de la escalera oímos tirar de la cadena de un váter y vimos salir del reducto a la propia duquesa. Recorrimos las diversas habitaciones del archivo donde en destartaladas estanterías se apilaban carpetas con las cuentas de la casa de Medina Sidonia desde el fondo de los tiempos hasta el año anterior. La duquesa saltaba como un pájaro de un anaquel a otro, sacando con el pico el papel demostrativo de la eficacia, la modernidad y el espíritu auténticamente democrático de varios siglos de duques perseguidos y esquilmados por generaciones de reyes de bastardo origen burgués, según constaba en el opúsculo de la duquesa que se repetía en cada habitación para información de los huéspedes. En la visita previa del palacio, habíamos visto el viejo jardín novecentesco en ruinas, con algunas jaulas de gallinas y otras aves de más prestigio, pero igualmente raídas y desplumadas. Y vimos las excavaciones en una parte de la galería, excavaciones a las que se dedicaba con fervor de neófita la buena Caridad. En el curso del paseo divisamos a la americana, más joven que la duquesa, autora de los bizcochuelos.

Caridad nos contó que una vez por mes se reunían con los notables de Sanlúcar en una tertulia en la que participaban las tres por igual, y seguramente era cierto, porque la duquesa, con su suéter rojo lleno de larapatas y sus viejos pantalones reveladores de sus piernas de pájaro, era como la fachada de su palacio y como Caridad: aristocrática y simple, familiar y distante.

Paseamos por calles desiertas, al costado de la vieja iglesia. Como en Jerez, me fascinaron las interminables paredes encaladas con sus escasas ventanas simétricas en lo más alto, los depósitos donde duerme el jerez sus largas siestas. Fue para mí, quizá, lo mejor del viaje. Y los cafés de la plaza, uno donde las señoras tomaban el café con leche de la tarde, y otro, el nuestro, frecuentado por hombres bebedores de manzanilla. Los mormones, escuálidos y negros de la cabeza a los pies, predicaban entre gritos de niños y madres, en el final voluptuoso de la tarde.

Al salir de Sanlúcar el viaje había terminado como si el mundo hubiese llegado a su fin. Nada podía resucitarlo, nada podía añadírsele, ni el hotel Alfonso XIII de Sevilla, ni la estación, tierra de nadie, donde esperamos el tren de regreso. Ahora el viaje trata de resucitar, penosamente, en las palabras.


Misterioso encuentro en Santiago

En 1956 Aurora Bernárdez viajó a Galicia con Julio Cortázar, su marido. En este texto inédito y póstumo cuenta aquella visita

Llegamos esa mañana a Santiago, después de un viaje deprimente en la Renfe, con olor a caspa y sueño en los raídos asientos de felpa. Todavía nos duraba la sensación de casi pesadilla de Astorga, en esa plaza endomingada, llena de hombres y mujeres retacones hablando a gritos y mirándonos pasar como si nos hubiéramos escapado de un tratado de escatología. Y el mazacote color gris plomo, con una sustancia herrumbrosa, coriácea, que pasaba por ser un sandwich, un bocadillo, perdón, de jamón. Ni siquiera nos fue bien con las mantecadas; eran simples bizcochuelos, y no esa sustancia fría, que se desmorona en la boca con un estallido suave y perfumado, como la que habíamos comido en Madrid.

Quizá por ese mismo horror provinciano, gris, casi infernal a fuerza de mediocre, fuimos más sensibles a la belleza un poco disparatada de su catedral bastante derruida, con un aire a lo Cocteau, a un costado de la ciudad al que se llega por calles de tierras desiertas, entre corralones y aire de domingo por la tarde. O al palacio abandonado de Gaudí que está tan nuevo que nos pareció un pastiche. Por suerte, antes de llegar a Santiago, estuvo el regalo del Miño verde, eglógico, y de Redondela desde lo alto con sus pinos y su mar azul metiéndose sinuoso en la tierra. Hasta el café con leche nos pareció bueno en la fonda de la estación y creo que Julio ni siquiera notó que estaba sin colar, única cosa en el mundo que es capaz de hacerle olvidar el mar, los pinos, las viejas piedras.

Pero en Santiago no llovía y hasta había sol, y nos metimos en el mejor hotel, o casi, pues después descubrimos el Hostal de los Reyes Católicos, donde de todas maneras no hubiésemos ido, pues supongo que es preciso lucir por lo menos el emblema de Falange para que a uno lo dejen entrar. Era casi un poco pretencioso, casi demasiado bello allí, al costado de la explanada de piedra, haciéndose orgullosamente a un lado, como un gran duque que es, de nacimiento, más viejo, más pura sangre que el rey, ese rey que dominaba entre los santos un poco pintarrajeados como por los chicos en lo alto del portal. Pero allí llegamos más tarde, después de dejar las valijas en el cuarto con dos grandes ventanas y espesas cortinas rojas de felpa (y sigue la felpa, pero esta vez pulcra y casi nueva). Y de mirar el gran baño blanco, sin olor, sin huellas de anteriores pasajeros. Subimos por la calle del General Franco, y doblamos en seguida a la plaza del Toural y a la rúa del Villar.

Empezaba la Santiago de las tarjetas postales, con sus grandes losas grises húmedas, sus portales oscuros, y el gallego sonando dulcemente en mi oído, y yo que me sentía tan conmovida, tan cerca de mis raíces, de mi padre, de mi casa. Naturalmente, antes que nada hay que ver la catedral. Y donde hay una catedral de siete siglos, no hay modo de perder el camino, todas las calles conducen a ella. Es el centro de la rosa, el corazón del alcaucil, el eje de la rueda. Antes la fe, ahora la arqueología o el aburrimiento (que es el otro nombre del turismo) conducen a ella. Por suerte llegamos modestamente, acercándonos a su costado, como si supiéramos que a esas grandes presencias no se puede acceder de frente, pues hay que recibir el golpe esquivándolo, arrimándose a las paredes, mirándolas de soslayo y un poco como quien se distrae con las vitrinas de los plateros y las santerías, con la vida de santa Olalla y el salero en forma de pote gallego y el cenicero que es la concha de Santiago. Así, como disimulando, y para que no se nos vea llorar y no tengamos que caer impúdicamente de rodillas porque el milagro está allí funcionando siempre sin las colas de lisiados de Lourdes. Sin las fotos de niñas estigmatizadas en L’Epoca o La Domenica del Corriere. Sigue allí funcionando para nosotros, incrédulos por miedo, por flojera, por vanidad. Por suerte no todos, pero esto queda para más adelante.

Subimos lentamente la escalera y nos llovió entonces desde lo alto del portal, esa lluvia fragmentada de belleza que es el puzzle del pórtico de las Platerías. Puzzle donde nadie se ha ocupado de juntar exactamente las piezas, pero que por esa ley evidente que rige en todas las ruinas (esa ley del orden en la destrucción de la creación de nuevos valores en el desmoronamiento que habría que pensar despacio, si hubiera tiempo y ganas de pensar), daba por resultado una belleza más pura, como natural, como nacida de la piedra misma que brotara, no como en un jardín, sino en un bosque donde las ramas crecen hermosamente como quieren, sin ocuparse de la simetría de los senderos, ni de las distintas alturas de los macizos. Aquello no había sido pensado por nadie, se había pensado solo y había crecido con su ritmo particular, personal, interno. A mí me fascinaba separar las piezas del puzzle, cada una de ellas en otro perfecto organismo que respiraba solo y por su cuenta, sin quitar sin embargo el aire a los demás. Y cantaba en una polifonía perfecta, bajo la dirección del tañedor de arpa infatigable que recibe a la derecha a quienes se le arrimen.

Mientras estábamos allí en ese estado, sentados en la balaustrada de la escalera, llegó un grupo de turistas con un guía rubio y alto, que hablaba un inglés un poco raro, pero no de español. Entraron y cuando salieron todavía estábamos allí, esperando verlos de vuelta para entrar nosotros, como si no cupiéramos todos dentro. Al salir por el pórtico de las Platerías, el guía rubio estaba allí con un librito en la mano. Nos detuvimos un rato todavía, yo quería sacarle a J. una foto junto al David. Estábamos locuaces los dos, entusiasmados. El hombre nos miraba sonriendo pero sin acercarse. Por fin, tantas exclamaciones lo sacaron de su silencio.

―Sí, es hermoso ―dijo en buen español pero con un acento raro―. Pero no se puede comparar con el de la Gloria.

Le dijimos que no lo habíamos visto, que lo reservábamos para el final, y entramos en la catedral para salir por el Pórtico de la Gloria. Allí estaba otra vez el guía solo, con su librito en la mano. Yo tuve la impresión de que quería pescarnos a la fuerza, como para siempre, y esquivé su sonrisa de iluminado. Julio, más amable, conversaba con él y a las pocas frases me di cuenta de que sus palabras eran desinteresadas. Nos dijo que adoraba el Gran Cristo que muestra sus llagas y la figura sonriente de David y el Santo dos Croques gastado por las frentes de los jóvenes compostelanos. Nos conmovió su exaltación; hablaba del Pórtico como, casi, de la obra de su vida; estaba tan compenetrado con él que era como si hubiese salido de sus manos. Nos sorprendió este fervor en un guía profesional, y lo dejamos entregado a una contemplación absorta de esas figuras que sin embargo conocía ya de memoria.

Yo tenía ganas de salir de allí y echar un vistazo a la ciudad. Y además tenía hambre, hambre de pulpo, de sardinas asadas, sabores de mi infancia de banquetes familiares en largos patios argentinos sombreados de parras; y además sabores míticos: los centollos, las enormes merluzas gallegas de que hablaba mi padre con esa nostalgia pura y sentimental que nos une a los primeros sabores, la misma que despertaba en mí el olor dulce y tierno de la harina lacteada que comía a los dos años. Nostalgia más que de un sabor, de un sentimiento de paz, de armonía, de seguridad que perdimos muy poco después al ingresar en el bife con puré, al abandonar los pañales por la bombacha casi adulta. Pero ¿cómo hablar de estas mezclas de sabores y sentimientos cuando ya lo hizo Proust y nada más se puede añadir?

Encontramos todo: las sardinas, los centollos, la merluza. Y yo los comí pensando en mi padre, comulgando con él a través de estas marinas y profanas especies, con sus pobres huesos inmóviles ya tan lejos de allí en una profunda bóveda de la Chacarita donde nada puede descender.

Después vino el vagabundear por la ciudad que se termina en seguida y descubrir el pórtico del Home Santo y el portal de San Félix de Solovio, y luego otra vez a la plaza Mayor frente al austero esplendor del palacio de Gelmírez, y el pórtico de la catedral. Solo, sentado en un umbral estaba el guía. Nos saludó y se puso a charlar con nosotros. Nos preguntó si ya habíamos subido a la torre. Se vería todo el delicado paisaje hasta muy lejos en un día tan claro. No, no habíamos subido todavía, pero íbamos a hacerlo en seguida. Y fuimos. El guardián vivía en la torre; era sastre y aspirante a santo, por lo visto, pues llevaba debajo de la camisa vieja y raída, un cilicio que le asomaba por el cuello. Curiosa esa cara tosca de campesino, ese cuerpo fuerte y retacón, deseoso de martirio. Nunca lo hubiera dicho. Quizá era el precio que debía pagar por el alquiler de la torre; al fin hay quien paga por mucho menos que la torre de la catedral de Santiago un precio mucho más alto que el cilicio.

La torre era una torre de verdad, con una escalera sinuosa en los tramos más altos, donde era de madera crujiente y con un pasamanos frágil, y por momentos apenas una cuerda. Lamenté la idea de subir hasta allí; el fin el mundo visto desde arriba es siempre igual, las diferencias solo se perciben cuando se está al mismo nivel de las cosas, un poco de igual a igual. Cuando uno se encarama todo se ve igualmente pequeño, igualmente reducido a meros planos decorativos. Todo pierde su amenaza, su fuerza, su patetismo. Todo se vuelve plácido, paradisíaco, falso. Esto me lo decía a mí misma antes de llegar a lo alto y provocar un revuelo de palomas y acercarme a las enormes campanas hinchadas de sonidos y perder la vista en una lejanía de verdes tierras bien compuestas. El torrero sastre nos señaló los pueblos que rodeaban Santiago, pero yo no oía nada, apenas me quedaba voluntad para otra cosa que para mirarle el cilicio. Tanto que no me di cuenta de la llegada del guía rubio. Se saludó con el torrero como si fueran viejos amigos. En ese momento me pregunté si debajo de la camisa celeste impecable del guía no había también un cilicio. Tenía los ojos azules, tan claros que eran casi como dos agujeros vertiginosos. Hundí la mirada en el paisaje gallego con verdadero deleite, con fruición. Nos preguntó si nos gustaba. Claro que nos gustaba, ¿cómo podía ser de otra manera? Él no se explicaba cómo había hecho para vivir antes de llegar a Santiago. Era alemán, de Munich. En unas vacaciones decidió irse a España. Ya conocía Andalucía y Castilla, pero Galicia era una novedad para él. Así fue como llegó a Santiago una mañana de agosto. Y no pudo desprenderse de allí, pues había encontrado a su “maestro”. Y no le alcanzaría la vida entera para aprender la lección.

A pesar de su desagradable expresión de obseso, de su cortesía tan germánica, sentí que empezaba a tomarle simpatía. Qué diablo, no son tantos los que cambian de residencia por la hermosa cara de un Cristo del siglo XII. No son tantos los que un día descubren su modesta vocación de adoradores de la belleza, y ceden definitivamente a ella. El hombre se ganaba la vida enseñando inglés y alemán. Bajamos juntos, y con una sensación de vértigo que llegaba casi a la náusea, J. con prudencia y ayudándome, y el guía adelante, siempre hablando con sus ojos casi incoloros, deslizándose rápidamente por los minúsculos peldaños, casi como una araña en su tela. Describía minuciosamente los detalles del pórtico; era casi como si hubiera salido de sus manos, y de haber sido francés y no alemán yo hubiese pensado en una reencarnación del maître Mathieu. Maître Mathieu convertido en araña de la torre de su catedral, para estar más cerca de su Cristo. El hombre me era cada vez más simpático.

Por la noche en el hotel, hablamos largo rato de él. Naturalmente al día siguiente lo encontramos de nuevo en la catedral y nos saludamos como viejos amigos. Nos preguntó si también nosotros habíamos decidido quedarnos, pero ¿qué lecciones íbamos a dar allí?, le respondimos. Por no decirle (para no herir su fervor de neófito) que no creíamos, hélas, en su “maestro”, y que nos volvíamos en busca de las lecciones cuánto más profundas de Notre-Dame de París. Y así fué. Llegamos a París y nos tragó el trabajo, y nos tragó el teatro, la pintura y toda la frívola intelectualidad de ese mundo fascinante. A veces nos acordábamos de Santiago y del guía, y a mí se me iba borrando su cara, su figura, y solo me quedaba sus ojos incoloros de fanático, de éxtasis, ojos que miran para adentro, y su descenso por la escalera de la torre.

Un día charlábamos con Bonet de Santiago, de la catedral, del pórtico de la Gloria. Él ha nacido allí y allí ha vivido casi permanentemente. Nos acordamos del guía. Naturalmente lo conocía y conocía su nombre y su edad y mil cosas más de su vida. Ulrico M., 43 años, exfuncionario de Berlín. Hablamos de su pasión por Santiago. Bonet nos dijo que se necesitaría mucha más devoción que la de Ulrico M. por su maestro para redimir su negrísimo pasado. Le sorprendió que no lo hubiéramos sospechado.


© Sucesión Aurora Bernárdez, 2014-2015

Aurora Bernárdez fue traductora de autores como Albert Camus e Italo Calvino. Viuda de Julio Cortázar, falleció en París el 8 de noviembre de 2014 a los 94 años.