sábado, 13 de septiembre de 2014

Aurora Bernández




Aurora Bernárdez fue la compañera de los años parisinos de Julio Cortázar, apesar de no ser la inspiradora de la Maga de Rayuela. Ella era una mujer inteligente, gran lectora, traductora de la ONU y acompañó a Cortázar en infinidad de viajes. Después con el tiempo se separaron y sin embargo fue ella quien cuidó de la obra inédita del Gran Cronopio, publicando libros como "Papeles inesperados" y "Clases de Literatura".

Dejo aquí dos textos que ella escribió relatando dos viajes que hizo por España: San Lucar y Santiago de Compostela.


RELATO

Viaje a Sanlúcar

Además de gran traductora y albacea de la obra de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez fue una escritora secreta. Este es el relato inédito de un periplo por Andalucía en mayo de 1989

Coincidencias: el viaje a Sanlúcar empezó con una emisión en la que Caballero Bonald hablaba, con gran poder de persuasión, de esta ciudad. Las imágenes completaban el efecto. Hoy, 5 de julio, exactamente dos meses después de la partida hacia Sanlúcar, desde Barcelona, con Alfredo y Philippe, la televisión anuncia la lectura de poemas de Caballero Bonald por el autor. El último está dedicado a Lluc Alcari, lugar donde veranearon Vargas Llosa, Carlos Courau, Héctor y Martha Arena, y donde Alfredo y Philippe suelen bañarse con los Biemel, previa inmersión de un termómetro —en el mar, claro— y regresar para el almuerzo con la cosecha de piñas gracias a las cuales, cuando esté cansada de Deyá, podré incendiar la casa y sus recuerdos.

Busco en la biblioteca las Historias de cronopios para repasar las "maneras de viajar". Sólo recuerdo con precisión la frase referida a las esperanzas que, como las estatuas, se dejan viajar por las cosas. Si es así, me pregunto si no entraré, al menos como viajera, en este grupo inocuo, inoperante, distraído.

Recuerdo también que Ulises, durante su viaje, se llama a veces "Persona" (nadie, o máscara en latín). Como si en el viaje uno no fuera nadie, como si lo que existiera fuese solamente lo que se ve. ¿Qué pasa si el viajero está demasiado presente? El viaje deja de ser. (Recordar los que hablan de la visita a la Pinacoteca de Brera, con el finado Pepe, delante de las ruinas de Itálica, o de los chipirones rellenos frente al monasterio de Matra. O los que se ven retratados en las novelas, otra gran propuesta de viaje. El viaje importa como metáfora).

Yo no sé si el delirio de la movilidad tiene que ver con la pasión por los viajes. El viajero ha sido sustituido por el turista, esa partícula de un montón que no se deja viajar por las cosas, que arrastra consigo la necesidad de seguir comiendo chucrut en el país de la paella, de encontrar panderetas cuando el mismo rock se oye en Hamburgo, en Moscú o en Sevilla. El gusto por lo diferente requiere una imaginación. Y el viaje es eso: imaginación en el punto de partida; memoria en el punto de llegada como arranque de otra imaginación: la imaginación del recuerdo. El viaje mismo, como en la historia de Zenón y la tortuga, es una imposible sucesión de inmovilidades porque el paso de una inmovilidad a otra es infinitamente divisible. Y tener pedestremente un billete de avión en el bolsillo no demuestra nada. El viaje (como el movimiento) no se demuestra andando.

La imaginación: el viaje a Sanlúcar nace de lo que imaginé viendo la emisión de Caballero Bonald y de lo que imaginaron Alfredo y Philippe cuando se lo conté. Lo que Caballero Bonald contaba era ya imaginario, aunque la televisión estuviera tratando en vano de darle consistencia de realidad. Y lo que yo vi, ¿era Sanlúcar o lo que quise ver después de conocer la versión de Caballero Bonald? ¿Y lo que vio Alfredo? ¿Y lo que vio Philippe?

Sanlúcar, por hablar sólo de la meta, es Rashomón: un cuento contado por varias voces, una versión múltiple de una realidad que nunca sabremos cómo es o que quizá se componga de todas las versiones posibles. El caso es que una de ellas, el eco que en mí despertó la de C. B. y lo que la mía despertó en A. y Ph. (versiones de tercer grado) fue el móvil del viaje: un producto imaginario fabricado a partir de otros productos imaginarios.

Por tanto, si el viaje nace de una imagen, el único preparativo necesario es la obtención de un punto de arranque. Seguramente la realidad no confirmará lo que esperábamos y el viaje sólo estará logrado si de resultas de él creamos una imagen diferente que relegará la primera a la condición de hipótesis de trabajo, o de espejismo, o de simulacro. Es lo que va a pasar, creo, con Sanlúcar.

Así que a la esperanza las lecturas le servirán de poco, incluso las que vaya haciendo durante el viaje. Como lo sabe, prefiere una novela de Barbara Pym, la descripción de un mesurado té con pan y mermelada en una modesta vicaría, o de una fiesta de caridad donde los que han llevado morralla para vender, compran la ajena y todo da varias vueltas para llegar a las mismas o parecidas manos. Nada le hablará del último abencerraje o de la caída de Granada. Todo será ajeno a esa imagen arbitraria que guarda en el fondo de su memoria para preservarla mejor y para que su derrumbe sea más discreto, como si estuviera hecha de la arena de los sueños y permitiera surgir la otra imagen que no es de arena, sino de sombras quizá definitivas.

Hasta llegar a Sanlúcar todo pasa como las páginas de un libro que hojeamos rápidamente: algunas imágenes quedan pegadas a un comentario: las torres de vigía que jalonan largos trayectos, las flores, muchas, sobre todo rojas, que quisiera ver de cerca; los pueblos perezosos pero nítidamente derramados en la serranía, unas ruinas romanas que me impresionan menos que esas flores, ahora moradas, del otro lado de la alambrada que rodea, como un gran gallinero, los restos ilustres de un ágora y un teatro. De los pueblos incorporo el nombre que genéricamente, obviamente, reciben: los pueblos blancos. El nombre (quizá el plural) tiene más fuerza que la imagen misma.

Las ruinas de Itálica también están envueltas en el aura literaria de su nombre. Volvía a leer los versos que coronan la puerta de los toilettes, cerca de la entrada. Grupos de turistas admiran el sistema de alcantarillado; siempre causa sorpresa que los hombres de hace dos mil años fueran tan inteligentes como los de hoy, y por un instante una moderada modestia en la consideración de los propios méritos los vuelve algo más sensatos. A mí me impresionan los oscuros, húmedos pasadizos, como si las mazmorras guardaran más recuerdos que los patios, como si el lado negro de la vida fuera más tenaz en la memoria que el sol en los mosaicos.

Pero lo más evocador sigue siendo la hierba que crece obstinada entre las piedras, esa hierba, ella sí, eterna, que nace cada primavera de viejas raíces escondidas, y los cipreses, de apenas cincuenta años, que es como si hubieran estado siempre allí.  El paisaje de Ronda no admite comparaciones; se remite a sí mismo. Hay una quietud salvaje y amenazadora en ese despeñadero por el que se precipitó el arquitecto del puente. Bajamos para mirar la ciudad en lo alto; me acordé (no puedo evitar las referencias a lo leído) de Manuscrito hallado en Zaragoza, de sus historias de ahorcados y de mellizas horribles como una muerte doble. Me acordé del conde Potocki, de Las mil y una noches, en el hotel Reina Victoria, con su pequeño jardín multiplicado en laberínticos senderos donde señoras inglesas cacareaban de una terraza a otra, y alemanes desparramados en blasfemos sillones de plástico (Rilke los perdone) se mezclan en mi recuerdo con las pantorrillas robustas de un grupo de ciclistas embarcados en un Romantische Reise, espectáculo de fuerza y juventud que me trae penosas reminiscencias de otra juventud sana de cuerpo y el alma podrida por el desprecio, que veía en noticieros y revistas de hace cincuenta años.

En Gibraltar, reducido para nosotros a una fila de coches en una carretera calcinada, esperando el momento de entrar en un inmenso mercado donde todo se compra, al parecer, más barato: transistores, magnetoscopios, cigarrillos, alcoholes, todo lo que atesora un mundo desesperado por gastar lo que no tiene; en Gibraltar, digo, sólo pensé en la frase del guía de Zazie: "Voici Gibraltar aux anciens parapets", pronunciada delante de la Samaritaine. Conseguimos escapar a la carretera, al olor a gasolina, al calor aplastante, dimos vueltas por unas calles vacías y polvorientas y salimos otra vez al campo.

Subimos a Gaucín, donde alguna vez Christiane pasó unas vacaciones (Christiane, a quien no conozco, estuvo muy presente durante el viaje, y desde Gaucín, Philippe le mandó una postal. De ella sé, además de diferentes historias de una vida como todas, que tiene los pies anchos, que fue o es vegetariana. Estas presencias ajenas, ¿tiene algún sentido que ignoramos? ¿Trazan alguna figura en nuestras vidas —concretamente en la mía— que se entendería si fuéramos capaces de atar tantos cabos sueltos? ¿De cuántas gentes que no conozco ni conoceré sé el número de zapato que calzan, la forma en que se visten, sus amores? ¿Cuántos sabrán de mis cosas que he olvidado? ¿Qué es esa vida que alguien teje remotamente alrededor de nosotros?).

Philippe ha escrito la tarjeta para Christiane. Vamos al correo a despacharla. Es una habitación con dos empleados. Poco interesante. Pero se llega bajando unos peldaños a un patio que es una calle, donde una mujer barre meticulosamente. Me siento a observarla, vigilo cada hoja, cada ramita, cada flor que, cuando las creo olvidadas, la mujer arrastra pacientemente con su escoba. Podría quedarme horas allí, mirándola; es evidente que también ella podría pasarse horas barriendo. Supongo que este es el secreto de la "vida de provincia", desprestigiada por el apetito de novedad, de variedad propio de la vida ciudadana, de su dinamismo que, como las máquinas de Tinguély, no sirve para nada, de esa aceleración del tiempo que nos acerca velozmente a la muerte. Esa mujer barriendo, yo mirándola, estamos aquí en una forma de vacío temporal que imagino parecido a lo eterno.

En Sanlúcar el palacio de la duquesa nos lo abrió Caridad. Así la conocimos sin saber todavía que era ella la que se ocuparía de nuestras vidas esos cinco días. Tras la verja negra, en la plaza de los Condes de Niebla, había un patio de tierra desnuda y limpia, un patio elegante, severo y alegre a la vez, casi humilde, blanco, de proporciones justas. A la izquierda, el ala más antigua del palacio daba a un jardín como un tablero de ajedrez, con unas plantas polvorientas metidas simétricamente en una tierra clara y reseca como arena. (Un muchacho con jeans hacía vagos trabajos de albañilería. Después comprobamos que esos trabajos, así como las excavaciones arqueológicas a cargo de la duquesa y su maisonnée, formaban parte de la vida diaria, y al bello jardinero-albañil volvimos a verlo varias veces). Las habitaciones grandes y frescas padecían una decoración multicolor, vagamente tirolesa, pero las duchas eran correctas, las camas limpias y por la mañana descubrimos el desayuno que era más que ducal: generoso de zumo de naranja, de café, de tostadas, de bizcocho casero. Y Caridad con su gran cara un poco caballuna y su delicioso acento, ahí para servirnos con naturalidad y discreción, como es propio de la gente verdaderamente aristocrática. Supimos que había una visita guiada del palacio y un archivo que no se visitaba pero que, dada nuestra distinción, la duquesa estaba dispuesta a mostrarnos. Así la conocimos. La presentación fue en condiciones un poco desconcertantes: en lo alto de la escalera oímos tirar de la cadena de un váter y vimos salir del reducto a la propia duquesa. Recorrimos las diversas habitaciones del archivo donde en destartaladas estanterías se apilaban carpetas con las cuentas de la casa de Medina Sidonia desde el fondo de los tiempos hasta el año anterior. La duquesa saltaba como un pájaro de un anaquel a otro, sacando con el pico el papel demostrativo de la eficacia, la modernidad y el espíritu auténticamente democrático de varios siglos de duques perseguidos y esquilmados por generaciones de reyes de bastardo origen burgués, según constaba en el opúsculo de la duquesa que se repetía en cada habitación para información de los huéspedes. En la visita previa del palacio, habíamos visto el viejo jardín novecentesco en ruinas, con algunas jaulas de gallinas y otras aves de más prestigio, pero igualmente raídas y desplumadas. Y vimos las excavaciones en una parte de la galería, excavaciones a las que se dedicaba con fervor de neófita la buena Caridad. En el curso del paseo divisamos a la americana, más joven que la duquesa, autora de los bizcochuelos.

Caridad nos contó que una vez por mes se reunían con los notables de Sanlúcar en una tertulia en la que participaban las tres por igual, y seguramente era cierto, porque la duquesa, con su suéter rojo lleno de larapatas y sus viejos pantalones reveladores de sus piernas de pájaro, era como la fachada de su palacio y como Caridad: aristocrática y simple, familiar y distante.

Paseamos por calles desiertas, al costado de la vieja iglesia. Como en Jerez, me fascinaron las interminables paredes encaladas con sus escasas ventanas simétricas en lo más alto, los depósitos donde duerme el jerez sus largas siestas. Fue para mí, quizá, lo mejor del viaje. Y los cafés de la plaza, uno donde las señoras tomaban el café con leche de la tarde, y otro, el nuestro, frecuentado por hombres bebedores de manzanilla. Los mormones, escuálidos y negros de la cabeza a los pies, predicaban entre gritos de niños y madres, en el final voluptuoso de la tarde.

Al salir de Sanlúcar el viaje había terminado como si el mundo hubiese llegado a su fin. Nada podía resucitarlo, nada podía añadírsele, ni el hotel Alfonso XIII de Sevilla, ni la estación, tierra de nadie, donde esperamos el tren de regreso. Ahora el viaje trata de resucitar, penosamente, en las palabras.


Misterioso encuentro en Santiago

En 1956 Aurora Bernárdez viajó a Galicia con Julio Cortázar, su marido. En este texto inédito y póstumo cuenta aquella visita

Llegamos esa mañana a Santiago, después de un viaje deprimente en la Renfe, con olor a caspa y sueño en los raídos asientos de felpa. Todavía nos duraba la sensación de casi pesadilla de Astorga, en esa plaza endomingada, llena de hombres y mujeres retacones hablando a gritos y mirándonos pasar como si nos hubiéramos escapado de un tratado de escatología. Y el mazacote color gris plomo, con una sustancia herrumbrosa, coriácea, que pasaba por ser un sandwich, un bocadillo, perdón, de jamón. Ni siquiera nos fue bien con las mantecadas; eran simples bizcochuelos, y no esa sustancia fría, que se desmorona en la boca con un estallido suave y perfumado, como la que habíamos comido en Madrid.

Quizá por ese mismo horror provinciano, gris, casi infernal a fuerza de mediocre, fuimos más sensibles a la belleza un poco disparatada de su catedral bastante derruida, con un aire a lo Cocteau, a un costado de la ciudad al que se llega por calles de tierras desiertas, entre corralones y aire de domingo por la tarde. O al palacio abandonado de Gaudí que está tan nuevo que nos pareció un pastiche. Por suerte, antes de llegar a Santiago, estuvo el regalo del Miño verde, eglógico, y de Redondela desde lo alto con sus pinos y su mar azul metiéndose sinuoso en la tierra. Hasta el café con leche nos pareció bueno en la fonda de la estación y creo que Julio ni siquiera notó que estaba sin colar, única cosa en el mundo que es capaz de hacerle olvidar el mar, los pinos, las viejas piedras.

Pero en Santiago no llovía y hasta había sol, y nos metimos en el mejor hotel, o casi, pues después descubrimos el Hostal de los Reyes Católicos, donde de todas maneras no hubiésemos ido, pues supongo que es preciso lucir por lo menos el emblema de Falange para que a uno lo dejen entrar. Era casi un poco pretencioso, casi demasiado bello allí, al costado de la explanada de piedra, haciéndose orgullosamente a un lado, como un gran duque que es, de nacimiento, más viejo, más pura sangre que el rey, ese rey que dominaba entre los santos un poco pintarrajeados como por los chicos en lo alto del portal. Pero allí llegamos más tarde, después de dejar las valijas en el cuarto con dos grandes ventanas y espesas cortinas rojas de felpa (y sigue la felpa, pero esta vez pulcra y casi nueva). Y de mirar el gran baño blanco, sin olor, sin huellas de anteriores pasajeros. Subimos por la calle del General Franco, y doblamos en seguida a la plaza del Toural y a la rúa del Villar.

Empezaba la Santiago de las tarjetas postales, con sus grandes losas grises húmedas, sus portales oscuros, y el gallego sonando dulcemente en mi oído, y yo que me sentía tan conmovida, tan cerca de mis raíces, de mi padre, de mi casa. Naturalmente, antes que nada hay que ver la catedral. Y donde hay una catedral de siete siglos, no hay modo de perder el camino, todas las calles conducen a ella. Es el centro de la rosa, el corazón del alcaucil, el eje de la rueda. Antes la fe, ahora la arqueología o el aburrimiento (que es el otro nombre del turismo) conducen a ella. Por suerte llegamos modestamente, acercándonos a su costado, como si supiéramos que a esas grandes presencias no se puede acceder de frente, pues hay que recibir el golpe esquivándolo, arrimándose a las paredes, mirándolas de soslayo y un poco como quien se distrae con las vitrinas de los plateros y las santerías, con la vida de santa Olalla y el salero en forma de pote gallego y el cenicero que es la concha de Santiago. Así, como disimulando, y para que no se nos vea llorar y no tengamos que caer impúdicamente de rodillas porque el milagro está allí funcionando siempre sin las colas de lisiados de Lourdes. Sin las fotos de niñas estigmatizadas en L’Epoca o La Domenica del Corriere. Sigue allí funcionando para nosotros, incrédulos por miedo, por flojera, por vanidad. Por suerte no todos, pero esto queda para más adelante.

Subimos lentamente la escalera y nos llovió entonces desde lo alto del portal, esa lluvia fragmentada de belleza que es el puzzle del pórtico de las Platerías. Puzzle donde nadie se ha ocupado de juntar exactamente las piezas, pero que por esa ley evidente que rige en todas las ruinas (esa ley del orden en la destrucción de la creación de nuevos valores en el desmoronamiento que habría que pensar despacio, si hubiera tiempo y ganas de pensar), daba por resultado una belleza más pura, como natural, como nacida de la piedra misma que brotara, no como en un jardín, sino en un bosque donde las ramas crecen hermosamente como quieren, sin ocuparse de la simetría de los senderos, ni de las distintas alturas de los macizos. Aquello no había sido pensado por nadie, se había pensado solo y había crecido con su ritmo particular, personal, interno. A mí me fascinaba separar las piezas del puzzle, cada una de ellas en otro perfecto organismo que respiraba solo y por su cuenta, sin quitar sin embargo el aire a los demás. Y cantaba en una polifonía perfecta, bajo la dirección del tañedor de arpa infatigable que recibe a la derecha a quienes se le arrimen.

Mientras estábamos allí en ese estado, sentados en la balaustrada de la escalera, llegó un grupo de turistas con un guía rubio y alto, que hablaba un inglés un poco raro, pero no de español. Entraron y cuando salieron todavía estábamos allí, esperando verlos de vuelta para entrar nosotros, como si no cupiéramos todos dentro. Al salir por el pórtico de las Platerías, el guía rubio estaba allí con un librito en la mano. Nos detuvimos un rato todavía, yo quería sacarle a J. una foto junto al David. Estábamos locuaces los dos, entusiasmados. El hombre nos miraba sonriendo pero sin acercarse. Por fin, tantas exclamaciones lo sacaron de su silencio.

―Sí, es hermoso ―dijo en buen español pero con un acento raro―. Pero no se puede comparar con el de la Gloria.

Le dijimos que no lo habíamos visto, que lo reservábamos para el final, y entramos en la catedral para salir por el Pórtico de la Gloria. Allí estaba otra vez el guía solo, con su librito en la mano. Yo tuve la impresión de que quería pescarnos a la fuerza, como para siempre, y esquivé su sonrisa de iluminado. Julio, más amable, conversaba con él y a las pocas frases me di cuenta de que sus palabras eran desinteresadas. Nos dijo que adoraba el Gran Cristo que muestra sus llagas y la figura sonriente de David y el Santo dos Croques gastado por las frentes de los jóvenes compostelanos. Nos conmovió su exaltación; hablaba del Pórtico como, casi, de la obra de su vida; estaba tan compenetrado con él que era como si hubiese salido de sus manos. Nos sorprendió este fervor en un guía profesional, y lo dejamos entregado a una contemplación absorta de esas figuras que sin embargo conocía ya de memoria.

Yo tenía ganas de salir de allí y echar un vistazo a la ciudad. Y además tenía hambre, hambre de pulpo, de sardinas asadas, sabores de mi infancia de banquetes familiares en largos patios argentinos sombreados de parras; y además sabores míticos: los centollos, las enormes merluzas gallegas de que hablaba mi padre con esa nostalgia pura y sentimental que nos une a los primeros sabores, la misma que despertaba en mí el olor dulce y tierno de la harina lacteada que comía a los dos años. Nostalgia más que de un sabor, de un sentimiento de paz, de armonía, de seguridad que perdimos muy poco después al ingresar en el bife con puré, al abandonar los pañales por la bombacha casi adulta. Pero ¿cómo hablar de estas mezclas de sabores y sentimientos cuando ya lo hizo Proust y nada más se puede añadir?

Encontramos todo: las sardinas, los centollos, la merluza. Y yo los comí pensando en mi padre, comulgando con él a través de estas marinas y profanas especies, con sus pobres huesos inmóviles ya tan lejos de allí en una profunda bóveda de la Chacarita donde nada puede descender.

Después vino el vagabundear por la ciudad que se termina en seguida y descubrir el pórtico del Home Santo y el portal de San Félix de Solovio, y luego otra vez a la plaza Mayor frente al austero esplendor del palacio de Gelmírez, y el pórtico de la catedral. Solo, sentado en un umbral estaba el guía. Nos saludó y se puso a charlar con nosotros. Nos preguntó si ya habíamos subido a la torre. Se vería todo el delicado paisaje hasta muy lejos en un día tan claro. No, no habíamos subido todavía, pero íbamos a hacerlo en seguida. Y fuimos. El guardián vivía en la torre; era sastre y aspirante a santo, por lo visto, pues llevaba debajo de la camisa vieja y raída, un cilicio que le asomaba por el cuello. Curiosa esa cara tosca de campesino, ese cuerpo fuerte y retacón, deseoso de martirio. Nunca lo hubiera dicho. Quizá era el precio que debía pagar por el alquiler de la torre; al fin hay quien paga por mucho menos que la torre de la catedral de Santiago un precio mucho más alto que el cilicio.

La torre era una torre de verdad, con una escalera sinuosa en los tramos más altos, donde era de madera crujiente y con un pasamanos frágil, y por momentos apenas una cuerda. Lamenté la idea de subir hasta allí; el fin el mundo visto desde arriba es siempre igual, las diferencias solo se perciben cuando se está al mismo nivel de las cosas, un poco de igual a igual. Cuando uno se encarama todo se ve igualmente pequeño, igualmente reducido a meros planos decorativos. Todo pierde su amenaza, su fuerza, su patetismo. Todo se vuelve plácido, paradisíaco, falso. Esto me lo decía a mí misma antes de llegar a lo alto y provocar un revuelo de palomas y acercarme a las enormes campanas hinchadas de sonidos y perder la vista en una lejanía de verdes tierras bien compuestas. El torrero sastre nos señaló los pueblos que rodeaban Santiago, pero yo no oía nada, apenas me quedaba voluntad para otra cosa que para mirarle el cilicio. Tanto que no me di cuenta de la llegada del guía rubio. Se saludó con el torrero como si fueran viejos amigos. En ese momento me pregunté si debajo de la camisa celeste impecable del guía no había también un cilicio. Tenía los ojos azules, tan claros que eran casi como dos agujeros vertiginosos. Hundí la mirada en el paisaje gallego con verdadero deleite, con fruición. Nos preguntó si nos gustaba. Claro que nos gustaba, ¿cómo podía ser de otra manera? Él no se explicaba cómo había hecho para vivir antes de llegar a Santiago. Era alemán, de Munich. En unas vacaciones decidió irse a España. Ya conocía Andalucía y Castilla, pero Galicia era una novedad para él. Así fue como llegó a Santiago una mañana de agosto. Y no pudo desprenderse de allí, pues había encontrado a su “maestro”. Y no le alcanzaría la vida entera para aprender la lección.

A pesar de su desagradable expresión de obseso, de su cortesía tan germánica, sentí que empezaba a tomarle simpatía. Qué diablo, no son tantos los que cambian de residencia por la hermosa cara de un Cristo del siglo XII. No son tantos los que un día descubren su modesta vocación de adoradores de la belleza, y ceden definitivamente a ella. El hombre se ganaba la vida enseñando inglés y alemán. Bajamos juntos, y con una sensación de vértigo que llegaba casi a la náusea, J. con prudencia y ayudándome, y el guía adelante, siempre hablando con sus ojos casi incoloros, deslizándose rápidamente por los minúsculos peldaños, casi como una araña en su tela. Describía minuciosamente los detalles del pórtico; era casi como si hubiera salido de sus manos, y de haber sido francés y no alemán yo hubiese pensado en una reencarnación del maître Mathieu. Maître Mathieu convertido en araña de la torre de su catedral, para estar más cerca de su Cristo. El hombre me era cada vez más simpático.

Por la noche en el hotel, hablamos largo rato de él. Naturalmente al día siguiente lo encontramos de nuevo en la catedral y nos saludamos como viejos amigos. Nos preguntó si también nosotros habíamos decidido quedarnos, pero ¿qué lecciones íbamos a dar allí?, le respondimos. Por no decirle (para no herir su fervor de neófito) que no creíamos, hélas, en su “maestro”, y que nos volvíamos en busca de las lecciones cuánto más profundas de Notre-Dame de París. Y así fué. Llegamos a París y nos tragó el trabajo, y nos tragó el teatro, la pintura y toda la frívola intelectualidad de ese mundo fascinante. A veces nos acordábamos de Santiago y del guía, y a mí se me iba borrando su cara, su figura, y solo me quedaba sus ojos incoloros de fanático, de éxtasis, ojos que miran para adentro, y su descenso por la escalera de la torre.

Un día charlábamos con Bonet de Santiago, de la catedral, del pórtico de la Gloria. Él ha nacido allí y allí ha vivido casi permanentemente. Nos acordamos del guía. Naturalmente lo conocía y conocía su nombre y su edad y mil cosas más de su vida. Ulrico M., 43 años, exfuncionario de Berlín. Hablamos de su pasión por Santiago. Bonet nos dijo que se necesitaría mucha más devoción que la de Ulrico M. por su maestro para redimir su negrísimo pasado. Le sorprendió que no lo hubiéramos sospechado.


© Sucesión Aurora Bernárdez, 2014-2015

Aurora Bernárdez fue traductora de autores como Albert Camus e Italo Calvino. Viuda de Julio Cortázar, falleció en París el 8 de noviembre de 2014 a los 94 años.





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