He visto la película "Biutiful" de Alejandro Iñárritu y todavía estoy tratando de asimilar esta historia real y surreal al mismo tiempo. En Barcelona, en mitad del invierno un personaje deambula por las calles, camino de la escuela de sus hijos, camino del hospital, camino del trabajo, camino hacia la muerte que le espera en un paisaje nevado, silencioso donde alguien le ofrece un cigarrillo, mientras le habla de los ruídos del mar.
El cuarto largometraje del director mexicano tras Amores perros, 21 gramos y Babel se enrola sin complejos en las filas del no hay futuro, del "echemos la persiana, porque la suerte también está echada". Drama de dimensiones bíblicas rodado por Iñárritu a lo largo de diez larguísimos meses en lugares como Barcelona, Badalona y Santa Coloma de Gramanet, Biutiful tiene en Javier Bardem su principio y su final, la chispa que abre el círculo y el colapso que lo cierra, el todo y la nada y su absoluta razón de ser. Todo en Biutiful gira alrededor de Bardem, de tal manera, con tanta obsesión, que uno se pregunta qué sería de esta historia de pobreza, corrupción, enfermedad y amores imposibles (filiales o conyugales, igual da) sin el marchamo de Bardem. Y muy probablemente no sería nada.
“Biutiful” es desgarradora, cruda, inquietante, sin embargo al final asoma una conmovedora sonrisa donde puede leerse: “nada puede con la belleza del espíritu humano”.
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