Gregorio Morán, el resentido mandarín de las polémicas se despacha a gusto con una sabatina intempestiva e insidiosa contra el periodismo y la literatura de Umbral, Premio Cervantes, año 2000.
La Vanguardia, Sábado 28 abril 2001
SABATINAS INTEMPESTIVAS
Un gañán literario
GREGORIO MORÁN
Sucedió en febrero del año de gracia de 1905. La España, zaragatera o triste, se emocionó de pronto ante lo más inesperado que podría haberle ocurrido a un país donde se leía poco y se sufría mucho. Don José Echegaray, autor famosísimo de dramas inconmensurables con cuyos títulos se hacía leyenda –“O locura o santidad”, “El gran Galeoto”–, pelotillero de todos los gobiernos en un siglo abundante en cambios, ministro del Fomento y de la Hacienda, ingeniero de Caminos, jefe del Banco de España, autoridad indiscutida en definitiva, había conseguido con alguna ayudita oficial el premio Nobel de Literatura. Del Rey abajo ninguno se quedó sin el pálpito patriótico. Un español de bien recibía el cuarto premio Nobel de la literatura universal. Instituciones, gremios, personalidades todas, se inclinaron ante el prohombre. Todos, lo que se dice todos, no. Un puñadito de escritores bisoños, tachados de envidiosos y resentidos, publicaron un manifiesto de protesta y denuncia. El viejo Echegaray representaba todo lo que de fantasmagórico y falaz tenía la España de la Restauración y su literatura. Aquellos debeladores de la estupidez ambiente se llamaban Unamuno, Baroja, Azorín, los dos Machado, Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu y hasta Rubén Darío. Del futuro de la literatura española sólo se negó Jacinto Benavente, que sería recompensado años más tarde con otro Nobel.
Es curioso que hoy, cuando a Echegaray no lo leen ni los especialistas, y cuando la literatura de la época se reduce a sus denunciadores de entonces, este manifiesto rupturista con lo establecido y su representante apenas sea recogido en las comineras historias de la literatura española. No había nada personal, Echegaray era al parecer excelente persona, algo inclinado a la adulación, lo que facilita mucho el éxito, y a él se debían ayudas capitales en la carrera de Clarín, de Valle-Inclán y de otros; su traducción de “Terra baixa” fue la canónica en castellano durante muchos años, quizá para compensar que a Ángel Guimerá no le dieran el Nobel en compañía de Federico Mistral, como a él.
No pude menos de recordar esto cuando contemplé a Francisco Umbral vestido de pingüino diciendo unas cosas que ruborizarían a cualquiera que no hubiera perdido el rubor aun antes que la virginidad; porque pertenezco a una generación que, salvo la experiencia sexual que nos llegó tardía, el resto de las virginidades las fuimos perdiendo apenas nos destetaron. “España es un compromiso guerrero por afirmarse, por difundirse, por existir; por cumplir sus pasiones imposibles...”. Este tipo de prosa, heredera de Echegaray, la vitaminaron aquellos chicos de la camisa “que tú bordaste en rojo ayer”. De la cuadrilla de Sánchez Mazas, el fino, y Giménez Caballero, el basto. Apesta a azulete y naftalina. “Don Quijote es la metáfora de España... España se inventa pasiones para sobrevivirse... La pasión de América, la pasión del Imperio, la pasión de Europa, la pasión del mundo mueven Españas y nos ponen a la cabeza del siglo.” Ahí queda eso, chicos, para que sepáis distinguir las voces de los ecos.
A mí me es indiferente que a Francisco Umbral le den el premio Cervantes o el de las Artes y las Letras o de Educación y Descanso o la Cruz de San Jorge. Lo que no me es indiferente es que un tipo que escribe una prosa más ajada y chamarilera que la de sus maestros, César González Ruano y el charlista levantino Federico García Sanchiz, pase por modelo de literatura con el silencio cómplice de todos nosotros. Si esta literatura umbraliana es la que corresponde a nuestro momento histórico, verdaderamente estamos en una época como para avergonzarse. Es prosa de caracol que va dejando su babilla en el portal de fulanito, que es amigo suyo y está bien colocado, y su desdén a aquel otro que no le baila el agua y que un día le hizo un parrafito de reproche. Es un mosquetero perillán con florete de plástico para asustar a las señoras capitalinas, ¡ay, Paco, qué cosas tienes!, ¡le admiro, Umbral, por su audacia léxica!, ¡maestro inventor de vocablos!... La verdad es que resulta patético que al final la literatura española del nacimiento del siglo XXI tenga que cargar con esta morralla de los años del cólera. El Rey se ha referido a su obra citando en primer lugar “Larra, anatomía de un dandy”, que es un libro recomendable para descubrir dónde nació tal jeta de la pluma que escribe sobre algo que no sabe ni se ha tomado la molestia de mirar, y cerró el apartado bibliográfico con “Mortal y rosa”, un texto en verdad mortal y rosa cadmio. Los reyes no leen más que aquello que les hacen leer y luego pasa lo que pasa. Quizá sea mejor, porque al abuelo del actual le gustaba, dicen, Echegaray, sobre todo cuando lo representaban María Guerrero y Rafael Calvo.
En Umbral todo es falso, hasta el apellido. Francisco Pérez Martínez, nacido en la Inclusa de Madrid el 12 de mayo de 1932. Esa obsesión burguesa de joven con hambre y ambición. “España es un país de clases medias, también en lo intelectual, y con ellas pacta el escritor o el artista por conveniencia, supervivencia y acomodo.” Ni idea. Escribe de oídas y no es hombre de gusto musical, desafina cuando se apropia de una melodía que no es suya y que no sabe interpretar. Otra cosa muy distinta hubiera sido este país de haber tenido clases medias dignas de tal nombre, y por supuesto hasta fechas muy recientes se podía decir cualquier cosa menos que el escritor o el artista pactara con ellas.
Él sí que es un producto típico de la España periodística del franquismo, que no era “media” sino “mediocre”, que a veces no es lo mismo. Residuos de la historia de las sedicentes clases medias provincianas a la conquista de Madrid, el Madrid funcionarial del fin del estraperlo, los garbanzos abundantes, la paella los domingos, una tapa de callos en La Latina y el paseo por la Carrera de San Jerónimo tras una croqueta en Lhardy si hace bueno, y un caldito si sopla Guadarrama. Yo alcancé a ver a González Ruano sentado en la mesa del Teide, o a lo mejor lo soñé, porque dado que en Madrid no había entonces Museo de Cera no era fácil detectar si se trataba de reproducciones o eran los originales. Para mí, como para los que estaban en mi mundo, eran los putrefactos. Los mismos que bautizaron Lorca, Buñuel y compañía, unas décadas antes.
Miren, sin ánimo de ofender pero para darles una pista a quienes no están en esto de la prosa y el embuste, el estilo de Umbral es el que generacionalmente cristaliza en el vespertino “Pueblo”. Hay una generación que se forma, es un decir, en aquel diario de la tarde que dirigía el ínclito intelectual Emilio Romero –tuvo todos los premios culturales que se concedían en la época, incluido el Planeta, y aún no sé si está vivo o cría malvas, pero bien merecería un homenaje de sus desperdigados discípulos–. Era eso que se denominaba entonces un “maestro de periodistas”. Unas gafas con talento, que diría un castizo. Le conocí ya en la decadencia, y hasta en la maldad que derrochaba mostraba inteligencia. Él fue el auténtico “maître à penser” de todos esos que ahora citan a Heidegger o a Sartre con desdén de conocedores. Emilio Romero, Jesús Fueyo y Torcuato Fernández Miranda son la trinidad espiritual de una época inolvidable. Bueno, pues esa generación cuando llegó la transición avanzada, es decir, con Franco en el hoyo y Suárez en el bollo, descubrió a Santiago Carrillo. Fue un flechazo.
Ocurrió en una casa alquilada de la calle de Atocha cuando el secretario general del PCE se apareció a los gentiles. Si mal no recuerdo, allá por diciembre de 1976. Corrió el rumor como la pólvora. Acababa de llegar a Madrid, clandestinamente y con peluca, un hombre que había tomado la talla de Stalin en directo, que trató con familiaridad a Togliatti, que se tuteaba con Ceausescu, que sabía los secretos de la Pasionaria, que había aprendido a tomar Sauternes en París y que fue de los últimos en tragar el caviar a cucharadas. Una generación periodística pasó de Emilio Romero a Santiago Carrillo, entre otras cosas porque pensaban que él representaba el futuro.
¿Y qué debemos hacer? ¿Callarnos? ¿Consumir la bilis cotidiana en prosa alambicada de periódico? ¿O asumir que nos tilden de restos de un naufragio, residuos resentidos y envidiosos? A estas alturas de mi vida me es indiferente. No sé cuánto tiempo podré seguir escribiendo, ni dónde. Porque vivimos tiempos muy buenos para la lírica y no tanto para la épica, la ética y la estética, y por eso me produce bascas pensar que unos bribones se apoderan impunemente de aquel que fue un derrotado de la vida, cuyo nombre no deberá ser pronunciado jamás en vano. Cervantes.