Aquí os dejo la introducción del libro "El espejo enterrado" del escritor mexicano Carlos Fuentes, publicado en el año 1992 y que fue un ensayo que reflexionaba sobre las relaciones históricas de España y América.
INTRODUCCIÓN
El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón
desembarcó en una pequeña isla del hemisferio occidental. La hazaña del
navegante fue un triunfo de la hipótesis sobre los hechos: la evidencia
indicaba que la Tierra era plana; la hipótesis, que era redonda. Colón apostó a
la hipótesis: puesto que la Tierra es redonda, se puede llegar al Oriente
navegando hacia el Occidente. Pero se equivocó en su geografía. Creyó que había
llegado a Asia. Su deseo era alcanzar las fabulosas tierras de Cipango (Japón)
y Catay (China), reduciendo la ruta europea alrededor de la costa de África, hasta
el extremo sur del Cabo de Buena Esperanza y luego hacia el este hasta el
Océano Índico y las islas de las especias.
No fue la primera ni la última desorientación occidental.
En estas islas, que él llamó “las Indias”, Colón estableció las primeras
poblaciones europeas en el Nuevo Mundo. Construyó las primeras iglesias; ahí se
celebraron las primeras misas cristianas. Pero el navegante encontró un espacio
donde la inmensa riqueza asiática con que había soñado estaba ausente. Colón tuvo
que inventar el descubrimiento de grandes riquezas en bosques, perlas y oro, y
enviar esta información a España. De otra manera, su protectora, la reina
Isabel, podría haber pensado que su inversión (y su fe) en este marinero
genovés de imaginación febril había sido un error.
Pero Colón, más que oro, le ofreció a Europa una
visión de la Edad de Oro restaurada: éstas eran las tierras de Utopía, el
tiempo feliz del hombre natural. Colón había descubierto el paraíso terrenal y
el buen salvaje que lo habitaba. ¿Por qué, entonces, se vio obligado a negar
inmediatamente su propio descubrimiento, a atacar a los hombres a los cuales
acababa de describir como “muy mansos y sin saber que sea mal ni matar a otros
ni prender, y sin armas”, darles caza, esclavizarles y aun enviarlos a España
encadenados?
Al principio Colón dio un paso atrás hacia la Edad
Dorada. Pero muy pronto, a través de sus propios actos, el paraíso terrenal fue
destruido y los buenos salvajes de la víspera fueron vistos como “buenos para les mandar y les hazer trabajar
y sembrar y hazer todo lo otro que fuera menester”.
Desde entonces, el continente americano ha vivido
entre el sueño y la realidad, ha vivido el divorcio entre la buena sociedad que
deseamos y la sociedad imperfecta en la que realmente vivimos. Hemos persistido
en la esperanza utópica porque fuimos fundados por la utopía, porque la memoria
de la sociedad feliz está en el origen mismo de América, y también al final del
camino, como meta y realización de nuestras esperanzas.
Quinientos años después de Colón, se nos pidió celebrar
el quinto centenario de su viaje, sin duda uno de los grandes acontecimientos
de la historia humana, un hecho que en sí mismo anunció el advenimiento de la
Edad Moderna y la unidad geográfica del planeta. Pero muchos de nosotros, en
las comunidades hispanohablantes de las Américas, nos preguntamos: ¿tenemos
realmente algo que celebrar?
Un vistazo a lo que ocurre en las repúblicas
latinoamericanas al finalizar el siglo XX nos llevaría a responder
negativamente. En Caracas o en la Ciudad de México, en Lima o en Río de
Janeiro, el quinto centenario del “descubrimiento de América” nos sorprendió en
un estado de profunda crisis. Inflación, desempleo, la carga excesiva de la
deuda externa. Pobreza e ignorancia crecientes; abrupto descenso del poder
adquisitivo y de los niveles de vida. Un sentimiento de frustración, de
ilusiones perdidas y esperanzas quebrantadas. Frágiles democracias, amenazadas por
la explosión social.
Yo creo, sin embargo, que a pesar de todos
nuestros males económicos y políticos, sí tenemos algo que celebrar. La actual
crisis que recorre a Latinoamérica ha demostrado la fragilidad de nuestros
sistemas políticos y económicos. La mayor parte ha caído estrepitosamente. Pero
la crisis también reveló algo que permaneció en pie, algo de lo que no habíamos
estado totalmente conscientes durante las décadas precedentes del auge
económico y el fervor político. Algo que en medio de todas nuestras desgracias
permaneció en pie: nuestra herencia cultural. Lo que hemos creado con la mayor
alegría, la mayor gravedad y el riesgo mayor. La cultura que hemos sido capaces
de crear durante los pasados quinientos años, como descendientes de indios,
negros y europeos, en el Nuevo Mundo.
La crisis que nos empobreció también puso en nuestras
manos la riqueza de la cultura, y nos obligó a darnos cuenta de que no existe
un solo latinoamericano, desde el Río Bravo hasta el Cabo de Hornos, que no sea
heredero legítimo de todos y cada uno de los deseo explorar en este libro. Esa
tradición que se extiende de las piedras de Chichén Itzá y Machu Picchu a las
modernas influencias indígenas en la pintura y la arquitectura. Del barroco de
la era colonial a la literatura contemporánea de Jorge Luis Borges y Gabriel García
Márquez. Y de la múltiple presencia europea en el hemisferio —ibérica, y a
través de Iberia, mediterránea, romana, griega y también árabe y judía— a la
singular y sufriente presencia negra africana. De las cuevas de Altamira a los
grafitos de Los Ángeles. Y de los primerísimos inmigrantes a través del
estrecho de Bering, al más reciente trabajador indocumentado que anoche cruzó
la frontera entre México y los Estados Unidos.
Pocas culturas del mundo poseen una riqueza y
continuidad comparables. En ella, nosotros, los hispanoamericanos, podemos
identificarnos e identificar a nuestros hermanos y hermanas en este continente.
Por ello resulta tan dramática nuestra incapacidad para establecer una
identidad política y económica comparable. Sospecho que esto ha sido así
porque, con demasiada frecuencia, hemos buscado o impuesto modelos de desarrollo
sin mucha relación con nuestra realidad cultural. Pero es por ello, también,
que el redescubrimiento de los valores culturales pueda darnos, quizás, con
esfuerzo y un poco de suerte, la visión necesaria de las coincidencias entre la
cultura, la economía y la política. Acaso ésta es nuestra misión en el siglo
XXI.
Éste es un libro dedicado, en consecuencia, a la búsqueda
de la continuidad cultural que pueda informar y trascender la desunión
económica y la fragmentación política del mundo hispánico. El tema es tan complejo
como polémico, y trataré de ser ecuánime en su discusión. Pero también seré
apasionado, porque el tema me concierne íntimamente como hombre, como escritor
y como ciudadano, de México, en la América Latina, y escribiendo la lengua
castellana.
Buscando una luz que me guiase a través de la noche
dividida del alma cultural, política y económica del mundo de habla española,
la encontré en el sitio de las antiguas ruinas totonacas de El Tajín, en
Veracruz, México. Veracruz es el estado natal de mi familia. Ha sido el puerto
de ingreso para el cambio, y al mismo tiempo el hogar perdurable de la
identidad mexicana. Los conquistadores españoles, franceses y norteamericanos
han entrado a México a través de Veracruz. Pero las más antiguas culturas, los
olmecas al sur del puerto, desde hace 3,500 años, y los totonacas al norte, con
una antigüedad de 1,500 años, también tienen sus raíces aquí.
En las tumbas de sus sitios religiosos se han encontrado
espejos enterrados cuyo propósito, ostensiblemente, era guiar a los muertos en
su viaje al inframundo. Cóncavos, opacos, pulidos, contienen la centella de luz
nacida en medio de la oscuridad. Pero el espejo enterrado no es sólo parte de
la imaginación indígena americana. El poeta mexicano-catalán Ramón Xirau ha
titulado uno de sus libros L’Espil Soterrat —El espejo enterrado—, recuperando
una antigua tradición mediterránea no demasiado lejana de la de los más
antiguos pobladores indígenas de las Américas. Un espejo: un espejo que mira de
las Américas al Mediterráneo, y del Mediterráneo a las Américas. Éste es el
sentido y el ritmo mismo de este libro.
En esta orilla, los espejos de pirita negra
encontrados en la pirámide de El Tajín en Veracruz, un asombroso sitio cuyo
nombre significa “relámpago”. En la Pirámide de los Nichos, que se levanta a
una altura de 25 metros sobre una base de 1,225 metros cuadrados, 365 ventanas
se abren hacia el mundo, simbolizando, desde luego, los días del año solar.
Creado en la piedra, El Tajín es un espejo del tiempo. En la otra orilla, el Caballero
de los Espejos creado por Miguel de Cervantes, le da batalla a Don Quijote,
tratando de curarlo de su locura. El viejo hidalgo tiene un espejo en su mente,
y en él se refleja todo lo que Don Quijote ha leído y que, pobre loco,
considera fi el reflejo de la verdad.
No muy lejos, en el Museo del Prado en Madrid, el
pintor Velázquez se pinta pintando lo que realmente está pintando, como si
hubiese creado un espejo. Pero en el fondo mismo de su tela, otro espejo refleja
a los verdaderos testigos de la obra de arte: tú y yo.
Acaso el espejo de Velázquez también refleje, en
la orilla española, el espejo humeante del dios azteca de la noche,
Tezcatlipoca, en el momento en que visita a la serpiente emplumada,
Quetzalcóatl, el dios de la paz y de la creación, ofreciéndole el regalo de un espejo.
Al verse reflejado, el dios bueno se identifica con la humanidad y cae
aterrado: el espejo le ha arrebatado su divinidad.
¿Encontrará Quetzalcóatl su verdadera naturaleza, tanto
humana como divina, en la casa de los espejos, el templo circular del viento en
la pirámide tolteca de Teotihuacan, o en el cruel espejo social de Los
caprichos de Goya, donde la vanidad es ridiculizada y la sociedad no puede
engañarse a sí misma cuando se mira en el espejo de la verdad?: ¿Creías que eras
un galán? Mira, en realidad eres un mico.
Los espejos simbolizan la realidad, el Sol, la
Tierra y sus cuatro direcciones, la superficie y la hondura terrenales, y todos
los hombres y mujeres que la habitamos. Enterrados en escondrijos a lo largo de
las Américas, los espejos cuelgan ahora de los cuerpos de los más humildes
celebrantes en el altiplano peruano o en los carnavales indios de México, donde
el pueblo baila vestido con tijeras o reflejando el mundo en los fragmentos de
vidrio de sus tocados. El espejo salva una identidad más preciosa que el oro
que los indígenas le dieron, en canje, a los europeos.
¿Acaso no tenían razón? ¿No es el espejo tanto un
reflejo de la realidad como un proyecto de la imaginación?