Francisco Umbral, 1980. Un retrato de la transición de Manuel Vicent, que lo definió como un animal literario y escritor de raza. Con sus gafas concéntricas de miope y su melena de erudito unió el lirismo con la mordacidad. Umbral, el estilo como venganza.
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Breve análisis del impudor
MANUEL VICENT
Leer a Francisco Umbral produce a veces cierto pudor, porque es un artista que trabaja directamente con su vanidad o, en su defecto, usa los propios menudillos como fuente de inspiración, y las vísceras, de tintero. Tampoco hace nada por disimular. Se picotea los traumas ferozmente como un pelícano, extrae del subconsciente un pedazo de entraña cremosa, la pone a secar en el folio, o lo que es lo mismo, escribe un artículo y lo cuelga del tendedero en plan prenda íntima, de lencería fina, húmeda de secreciones internas. Más bien lo hace con desfachatez, para que todo el mundo se entere. Tiene instinto para encontrar siempre las mejores corrientes de aire, el lugar más venteado.
El artista es un tipo que ha salido del claustro maternal con algunas heridas secretas. Probablemente, un estado de inquietud misteriosa ha hecho que el feto se diera algún cate contra las paredes de la placenta, de modo que la nuez viscosa del cerebelo, todavía sin caparazón, ha quedado marcada con lesiones sagradas, que luego, pasado el bachillerato o al regresar de la mili, afloran en un síndrome de ansiedad, delirio de grandeza, sentido de la gloria, desmesurado afán de poseer a los demás o de que los demás te posean. El arte es siempre una forma larvada de erotismo, una manera de penetrar en la vida de los otros, de influir, de ejercer un poder y de escapar a la vez de las propias represiones. Algunos artistas crean para eso unos personajes ficticios, exaltan el yo con un acorde de orquesta, componen un soneto acerca de los rododendros o pintan un cuadro abstracto. Otros, más patéticos e impúdicos van al grano sin rodeos. Se inventan y se destruyen a sí mismos, se abren las alas de la gabardina como el exhibicionista a la puerta de un colegio os e inmolan con una lata de gasolina en la esquina más concurrida. Es una locura directa. Francisco Umbral pertenece a esta clase de animales literarios que buscan la paz en la propia destrucción. Existen muchas maneras de suicidio, una de ellas consiste en no suicidarse a tiempo, otra en hacerlo todos los días de diez a doce, arrojándose desde el alero de un artículos sobre la calzada.
En su adolescencia vallisoletana, Francisco Umbral fue botones de banco; quiero decir que era un joven soñador provinciano, uniformado y pobre. Cuando alguien triunfa en la vida en media vuelta de campana, sigue siendo el mismo, pero al revés. Ahora Francisco Umbrales un soñador insomne, un provinciano lleno de mundo, un escritor bien pagado que tiene muy presente la pobreza. Al uniforme de botones se ha limitado volverle el forro para convertirlo en un hábito de caballero inactual, ligeramente romántico, con un toque anglosajón en la bufanda roja. Es muy fácil. Se trata de volver la palanca de la mitología en sentido contrario. Así se ha construido él una imagen sobre plano, un boceto o un cartón para tapiz. Pasa media jornada alimentando su figura y otra media destruyéndola. Si no fuera un escritor de raza, su juego resultaría una mala parodia, pero el talento siempre acaba por salvar su propio invento.
Francisco Umbral llegó a Madrid sólo con su garra literaria,una maleta, una ambición o idea fija, alguna tarjeta de visita para poetas de ministerio y una visión demasiado lírica de la maldad. Pudo haberse ahogado en una taza de café con leche en el "Gijón" o quedarse varado en la barra de "Cultura Hispánica" con un soneto frente a una tostada con mantequilla o morir envenenado de polilla en el aula pequeña del Ateneo. Lo salvó el olfato. Umbral tiene una poderosa nariz y una oreja muy fina. Esa es su cultura. Unas vías de conocimiento conectadas directamente con las partes blandas del instinto y una aguja hipersensible prendida en la solapa para medir la brisa de lo último que se lleva. Supo muy pronto que aquel circuito de la mediocridad semioficial acabaría por llenarle las hombreras de caspa y las cuartillas de adjetivos melódicos. Francisco Umbral realizó su propia ruptura a principios de la década de los setenta. Consistió en unir el lirismo con la mordacidad, en trabar lo poético con lo sarcástico, en mezclar cierto talante de delincuencia estética con una secreta aceptación de las formas burguesas, en trenzar una plateada orfebrería de heridas y halagos, de picotazos venenosos, paños calientes e ironías rítmicas. Finalmente, encontró la fórmula mágica: ofrecerse a sí mismo en sacrificio y quemar todos los días en la zarza ardiente sus faringitis, diarreas, dudas, depresiones, líbidos y forúnculos. Abrasar incluso la propia vanidad.
La literatura de Francisco Umbral describe círculos concéntricos que van perdiendo intensidad a medida que se alejan del yo, del nudo placentario del escritor, siempre mojado de humores viscerales. El lo sabe muy bien. Umbral puede hablar de Platón o de Carrillo, de Baudelaire o de un pasota de Malasaña. Al final siempre acabará sentándolos en su regazo. Y, una vez allí, te enteras que tiene el vientre fajado con un rollo de papel higiénico a causa de un enfriamiento estival. Pero con su gastroenteritis puede elaborar un bello diálogo platónico, un rizo lírico o una sátira social. La cuestión consiste en hacerse todos los días una entrevista a sí mismo, en echar la ración de leña para avivar el propio holocausto.
Francisco Umbral es ese señor alto, de cara amplia, un poco blanda y pálida, con una muesca carnosa, algo canalla, que le parte la mejilla, gafas concéntricas de miope, melena de erudito y paños de terciopelo. Es un caballo literario poseedor del patrón de la moda. Recórtese por la linea de puntos y péguese en un álbum.
Manuel Vicent: “Retratos de la transición”, Ed Penthalon, Madrid 1981.
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El País, Domingo 22 de Diciembre de 2014
PERIODISTAS LITERARIOS
Umbral, el estilo como venganza
MANUEL VICENT
Tenía un ángel lírico, libre y violento en cada yema de los dedos con que machacaba la Olivetti. Se le hurtó la Academia y se desquitó escribiendo mejor que ninguno
Como tantos otros, el joven provinciano llegó a Madrid a principio de los años sesenta del siglo pasado con la idea obsesiva de construirse como escritor. Era alto, pálido, con una muesca carnosa en la mejilla. Traía de Valladolid la voz profunda y la cadencia rítmica en el oído de innumerables poetas leídos mientras trabajaba de botones y oficial de tercera en un banco. Tenía una pequeña experiencia de periodista de radio en una emisora de León y lo demás eran recuerdos de paseos de adolescencia con los compañeros en mañanas de domingo por el parque de Campo Grande hablando de versos, mirando a las chicas inasequibles de la burguesía que salían de misa. En el subconsciente le había quedado la herida oscura de una infancia lacerante que se esforzaba en olvidar hasta que al final logró convertirla en literatura. Desde El Norte de Castilla, Miguel Delibes le había dado la bendición antes de partir a la aventura, era su neófito predilecto, sin duda el más dotado para hacer bailar las palabras a su antojo. Umbral escribe con la facilidad con que mea, dijo Delibes. Era un elogio. En algún caso de desánimo, Francisco Umbral siempre se sintió amparado por la sombra benévola de aquel tótem, probablemente al único que respetó.
En Madrid, el joven provinciano rindió la primera visita al inevitable Café Gijón, gabarra de náufragos hambrientos de gloria y alimentados con arenques, una botillería que durante muchos años sería su baluarte y rampa de lanzamiento. Hubo un primer itinerario por la Pequeña Aula de poesía del Ateneo para medirse como poeta, por la boca de la manguera del ministerio de Fraga donde manaban unas pocas monedas, por la cafetería de Cultura Hispánica para ligarse a alguna extranjera llevándosela al Prado, al Mesón del Segoviano y después al huerto. Durante esta travesía de Madrid, que sería su primera y mejor novela, comenzó a derramarse en artículos que sembraba en cualquier papel que los aceptara, sin ideología alguna, ni roja ni azul, que no fuera la de apacentador de verbos y adjetivos. Ante todo ritmo y sonido. Como Sinatra, yo no vendo voz, vendo estilo, decía. Quería ser escritor por dentro y por fuera. Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media destruyéndola. De esta forma, al final se fabricó la imagen de escritor romántico e inactual con el abrigo muy largo de terciopelo negro entallado y el complemento anglosajón de la bufanda roja hasta las rodillas, un Baudelaire, un Marcel Proust, un Oscar Wilde, según la moda de temporada.
No rechazaba el escándalo, siempre que fuera solo literario. La novela "El Giacondo" le proporcionó alguna bofetada y el odio de algunos amigos traicionados, que le sirvieron de modelos en aquella galería de fantasmas de las noches del Oliver, el Gijón y Carrusel. Quería demostrar que en literatura todo es lícito, nada es bueno ni malo, siempre que esté bien escrito. El primer salto cualitativo lo dio Umbral cuando Vergés, a instancias de Delibes, le abrió las páginas de la revista Destino, donde Josep Pla, Perucho, Álvaro Cunqueiro y Néstor Luján habían puesto muy alto el listón de un periodismo con censura. Umbral se midió con ellos sin desventaja. Con Las ninfas ganó el Premio Nadal.
El Narciso de este escritor armado de periodista se miraba en el estanque y lanzaba en él su artículo de cada día. El impacto siempre se producía sobre su propia imagen. La intensidad de su inspiración iba perdiendo fuerza a medida que las ondas literarias se alejaban de su ego, de aquello que a él le sucedía por dentro o por fuera. Él, solo él. En los salones se limitaba a pasear su persona como un espejo para que se reflejaran sus admiradores. Entonces escribía en Hermano Lobo y en Triunfo de última época, ya despolitizado.
Hubo un segundo salto, el definitivo, cuando Juan Luis Cebrián, el director del diario EL PAÍS, recién fundado, le llamó para que escribiera una crónica social como la de Alfonso Sánchez en Informaciones que ponía en letras versales los nombres de los personajes de la buena sociedad en tardes del hipódromo, en los estrenos de teatro y en los festivales de San Sebastián. Umbral sustituyó las versales por las negritas. Fue el éxito periodístico y literario de la Transición. Creó una crónica social achampañada, llena de burbujas, de alto estilo literario, con una libertad y una falta de respeto admirable hacia el idioma, las formas urbanas, la política. Llegaba Umbral disfrazado de escritor a cualquier sarao y la gente le hablaba con frases hechas a su medida con la esperanza de verse citado con su nombre en negritas al día siguiente.
Necesitaba alimentarse de personajes. Umbral los fabricaba literariamente con solo reflejarlos en su espejo. Ninguno era real. Tierno Galván, Carrillo, Dolores Ibarruri, el padre Llanos y el pozo del Tío Raimundo, Carmen Díez de Rivera por el lado de la izquierda; Pitita Ridruejo y las niñas pirujas y gangosas de Serrano por la derecha, como Por el camino de Swan o por el de Guermantes, de Proust, solo que a Umbral le importaba un bledo la ideología, solo la estética de enamorar con la literatura a una musa cambiante, que podía ser Ana Belén o la actriz de turno, con un cheli de El Corte Inglés.
Fueron pasando por su vida sucesivas rebeldías. Frente al castellano machihembrado de Miguel Delibes, algunas de cuyas palabras sonaban todavía a terrón de labriego, Umbral tenía un ángel lírico, libre y violento en cada yema de los dedos con que machacaba el teclado de la Olivetti según se levantaba de la cama ese día, unas veces marxista a la violeta, otras revolucionario, liberal, fascista, lambiscón, perdulario, machista, faltón, tierno o provocador, solo a condición de que el artículo fuera una pequeña obra de arte para subirse a su alero y tirarse al vacío para suicidarse. Pluma sonajero, decían algunos; ladrón de oído, decían otros. Suscitaba filias y fobias, pero tenía golpes maestros en cada pieza escrita con ritmo de endecasílabos. Lo tomas o lo dejas, te lo crees o no. Basta con que me admires.
Cuando las agrias banderías de la política pasaron al periodismo se acabó aquel estado de gracia de las noches del Oliver y Boccaccio donde los escritores, intelectuales y periodistas de cualquier medio e ideología tomaban copas juntos y empujaban el carro hacia el mismo horizonte de la libertad; pero hubo un mal día en que se establecieron bandos, trincheras y garitas contrarias y comenzó el fuego cruzado, los tránsfugas iban de acá para allá, cada uno detrás de su propia sardina económica. Umbral dejó EL PAÍS y se pasó al enemigo. En El Mundo fue recibido como un héroe. Lo mismo había sucedido con Cela. Ambos escritores fueron convertidos en armas arrojadizas, en hombres bala contra antiguos compañeros que habían sido sus aliados naturales.
Francisco Umbral había nacido en Madrid en 1932. El oscuro natalicio, producto del amor, como se narra en los melodramas, fue uno de sus traumas que no logró asumir. ¿Madre soltera? ¿Qué pasa, Rouco Varela? Hoy ese hecho puede ser un timbre de gloria. La imposibilidad de ser educado en una escuela pública, el hecho de que su madre se tuviera que enmascarar de tía carnal y le enseñara a leer, a escribir, a elegir libros llevándolo en secreto de la mano a la cultura en medio de la miseria moral provinciana es parte de su mitología. Basta con eso para tenerle admiración y no por los máximos galardones literarios, el Príncipe de Asturias, el Cervantes, con que fue coronado. Se le hurtó la Academia, pero se vengó escribiendo mejor que ninguno. Murió el 28 de un tórrido agosto de 2007 en el Madrid al que había conquistado también como una forma de venganza.