Estos días atrás anduve leyendo los primeros cuentos que escribió GGM y encontré el Hotel Macondo en el relato "Un día después del sábado". Era la primera vez que Gabo utilizaba el nombre de lo que luego sería la mítica ciudad de "Cien años de soledad".
En esta historia, el calor insoportable del mes de julio y la aparición de unos pájaros muertos son el eje central del primer premio literario que recibió Gabriel García Márquez en Colombia, en el año 1954, cuando sólo era un periodista que escribía reportajes por 800 pesos al mes.
La prosa de García Márquez consigue trasmitirnos la extraña inquietud que todos hemos sentido en algún momento y que no conseguimos explicar a nadie, tal vez ni a nosotros mismos. El miedo, la angustia, la amargura, el pánico, la desesperación, estremecimientos, escalofríos..., todo ello provocados por oscuras nebulosas interiores.
"Un día después del sábado" fue publicado en el segundo libro de relatos "Los funerales de la Mamá grande" (1962) de Gabriel García Márquez.
Espero que os guste tanto como a mí.
"UN DÍA DESPUÉS
DEL SÁBADO"
Gabriel
García Márquez, 1954
LA
SEÑORA REBECA
La inquietud empezó en julio, cuando la
señora Rebeca, una viuda amargada que vivía en una inmensa casa de dos
corredores y nueve alcobas, descubrió que sus alambreras estaban rotas como si
hubieran sido apedreadas desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su
dormitorio y pensó que debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y
confidente desde que murió su esposo. Después, removiendo cachivaches (pues
desde hacía tiempo la señora Rebeca no hacía nada distinto que remover
cachivaches) advirtió que no sólo las alambreras de su dormitorio, sino todas
las de la casa estaban deterioradas. La viuda tenía un sentido académico de la
autoridad, heredado tal vez de su bisabuelo paterno, un criollo que en la
guerra de Independencia peleó al lado de los realistas e hizo después un penoso
viaje a España con el propósito exclusivo de visitar el palacio que construyó
Carlos III en San Ildefonso. De manera que cuando descubrió el estado de las
otras alambreras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso el
sombrero de paja con minúsculas flores de terciopelo y se dirigió a la alcaldía
a dar cuenta del atentado. Pero al llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin
camisa, peludo y con una solidez que a ella le pareció bestial, se ocupaba de
reparar las alambradas municipales, deterioradas como las suyas.
La señora Rebeca irrumpió en la sórdida
y revuelta oficina y lo primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre
el escritorio. Pero estaba ofuscada, en parte por el calor y en parte por la
indignación que le produjo la ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo
tiempo de estremecerse ante el inusitado espectáculo de los pájaros muertos
sobre el escritorio. Ni siquiera le escandalizó la evidencia de la autoridad
degradada a lo alto de una escalera, reparando las redes metálicas de la
ventana con un rollo de alambre y un destornillador. Ella no pensaba ahora en
otra dignidad que en la suya propia, escarnecida en sus alambreras, y su
ofuscación le impidió incluso relacionar las ventanas de su casa con las de la
alcaldía. Se plantó con discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el
interior de la oficina, y apoyada en el largo y guarnecido mango de su
sombrilla, dijo:
—Necesito poner una queja.
Desde el tope de la escalera, el alcalde
volvió el rostro congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante
la presencia insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia
siguió desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:
—¿Qué es la cosa?
—Que los muchachos del vecindario rompieron
las alambreras.
Entonces el alcalde volvió a mirarla. La
examinó laboriosamente desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los
zapatos color de plata antigua, y fue como si la hubiera visto por primera vez
en su vida. Descendió parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó
tierra firme apoyó una mano en la cintura y movió el destornillador hasta el
escritorio. Dijo:
—No son los muchachos, señora. Son los
pájaros.
Y entonces fue cuando ella relacionó los
pájaros muertos sobre el escritorio con el hombre subido a la escalera y con
las estropeadas redes de sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los
dormitorios de su casa estaban llenos de pájaros muertos.
—Los pájaros —exclamó.
—Los pájaros —confirmó el alcalde—. Es
extraño que no se haya dado cuenta si hace tres días que estamos con este
problema de los pájaros rompiendo ventanas para morirse dentro de las casas.
Cuando abandonó la alcaldía, la señora
Rebeca se sentía avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba
hasta su casa todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había
hablado de los pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un
agosto inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la
impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y
penetrante tufo de pájaros muertos.
EL
PADRE ANTONIO ISABEL
Esto era en los últimos días de julio, y
nunca en la vida del pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se
dieron cuenta de eso, impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el
extraño fenómeno no había influido seriamente en las actividades del pueblo, la
mayoría estaba pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no
se contaba su reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar
Castañeda y Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro
años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin
embargo sólo había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor
importancia. El primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la
misa, y pensó que había llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del
vecindario. El otro lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y
lo empujó con la punta de la bota hasta la calle, pensando: No debían existir
los gatos.
Pero el viernes, al llegar a la estación
del ferrocarril, encontró un tercer pájaro muerto en el escaño que eligió para
sentarse. Fue como un relámpago en su interior, cuando agarró el cadáver por
las patitas, lo alzó hasta el nivel de sus ojos, lo volteó, lo examinó, y pensó
sobresaltado: Caramba, es el tercero que encuentro en esta semana. Desde ese
instante empezó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, pero
de una manera muy imprecisa, pues el padre Antonio Isabel, en parte por la edad
y en parte también porque aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones
(cosa que al pueblo le parecía un tanto dislocada), era considerado por sus
feligreses como un buen hombre, pacífico y servicial, pero que andaba
habitualmente por las nebulosas. Pues se dio cuenta de que algo ocurría a los
pájaros, pero incluso entonces no creyó que aquello fuera tan importante como
para que mereciera un sermón. Él fue el primero que sintió el olor. Lo sintió
en la noche del viernes, cuando despertó alarmado, interrumpido su liviano
sueño por una tufarada nauseabunda, pero no supo si atribuirlo a una pesadilla
o a un nuevo y original recurso satánico para perturbar su sueño. Olfateó a su
alrededor y se dio vuelta en la cama, pensando que aquella experiencia podría
servirle para un sermón. Podría ser, pensó, un dramático sermón sobre la
habilidad de Satán para filtrarse en el corazón humano por cualquiera de los
cinco sentidos.
Cuando se paseaba por el atrio al día
siguiente antes de la misa, oyó hablar por primera vez de los pájaros muertos.
Estaba pensando en el sermón, en Satanás y en los pecados que pueden cometerse
por el sentido del olfato, cuando oyó decir que el mal olor nocturno era de los
pájaros recolectados durante la semana; y se le formó en la cabeza un confuso
revoltijo de prevenciones evangélicas, de malos olores y de pájaros muertos. De
manera que el domingo tuvo que improvisar sobre la caridad una parrafada que él
mismo no entendió muy a las claras, y se olvidó para siempre de las relaciones
entre el diablo y los cinco sentidos.
Sin embargo, en algún sitio muy remoto
de su pensamiento debieron de quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le
ocurría siempre, no sólo en el seminario hacía ya más de 70 años, sino de
manera muy particular después de que cumplió los 90. En el seminario, una tarde
muy clara en que caía un fuerte aguacero sin tormenta, él leía un trozo de
Sófocles en su idioma original. Cuando acabó de llover miró a través de la
ventana el campo fatigado, la tarde lavada y nueva, y se olvidó enteramente del
teatro griego y de los clásicos que él no diferenciaba sino que llamaba, de
manera general, “los ancianitos de antes”. Una tarde sin lluvia, acaso treinta,
cuarenta años después, atravesaba la plaza empedrada de un pueblo, al que había
ido de visita, y sin proponérselo recitó la estrofa de Sófocles que leía en el
seminario. Esa misma semana, conversó largamente sobre “los ancianitos de
antes” con el vicario apostólico, un anciano locuaz e impresionable, aficionado
a unos complejos acertijos para eruditos que él decía haber inventado y que se
popularizaron años después con el nombre de crucigramas.
Aquella entrevista le permitió recoger
de un golpe todo su viejo y entrañable amor por los clásicos griegos. En la
Navidad de ese año recibió una carta. Y de no haber sido porque ya para esa
época había adquirido el sólido prestigio de ser exageradamente imaginativo,
intrépido para la interpretación y un poco disparatado en sus sermones, en esa
ocasión lo habrían hecho obispo.
Pero se enterró en el pueblo, desde
mucho antes de la guerra del 85, y en la época en que los pájaros venían a
morir en los dormitorios, hacía años que habían pedido su reemplazo por un
sacerdote más joven, especialmente cuando dijo haber visto al diablo. Desde
entonces comenzaron a no tenerlo en cuenta, cosa que él no advirtió de una
manera muy clara a pesar de que todavía podía descifrar los menudos caracteres
de su breviario sin necesidad de anteojos.
Siempre había sido un hombre de
costumbres regulares. Pequeño, insignificante, de huesos pronunciados y sólidos
y ademanes reposados y una voz sedante para la conversación pero demasiado
sedante para el púlpito. Permanecía hasta la hora del almuerzo echando globos
en su alcoba, tirado a la bartola en una silla de lona y sin otras prendas de
vestir que unos largos pantaloncillos de sarga con las bocapiernas amarradas a
los tobillos.
No hacía nada, salvo decir la misa. Dos
veces a la semana se sentaba en el confesionario, pero hacía años que no se
confesaba nadie. Él creía sencillamente que sus feligreses estaban perdiendo la
fe a causa de las costumbres modernas, de ahí que hubiera considerado como un
acontecimiento muy oportuno haber visto al diablo en tres ocasiones, aunque
sabía que la gente daba muy poco crédito a sus palabras a pesar de que tenía
conciencia de no ser muy convincente cuando hablaba de esas experiencias. Para
él mismo no habría sido una sorpresa descubrir que estaba muerto, no sólo a lo
largo de los últimos cinco años, sino también en esos momentos extraordinarios
en que encontró los dos primeros pájaros. Cuando encontró el tercero, sin
embargo, se asomó un poco a la vida, de manera que en los últimos días estuvo
pensando con apreciable frecuencia en el pájaro muerto sobre el escaño de la
estación.
Vivía a diez pasos del templo, en una
casa pequeña, sin alambreras, con un corredor hacia la calle y dos cuartos que
le servían de despacho y dormitorio. Consideraba, tal vez en sus momentos de
menor lucidez, que es posible lograr la felicidad en la tierra cuando no hace
mucho calor, y esa idea le producía un poco de desconcierto. Le gustaba
extraviarse por vericuetos metafísicos. Era eso lo que hacía cuando se sentaba
en el corredor todas las mañanas, con la puerta entreabierta, cerrados los ojos
y los músculos distendidos. Sin embargo, él mismo no cayó en la cuenta de que
se había vuelto tan sutil en sus pensamientos, que hacía por lo menos tres años
que en sus momentos de meditación ya no pensaba en nada.
A las doce en punto, un muchacho
atravesaba el corredor con un portacomidas de cuatro secciones que contenía lo
mismo todos los días: sopa de hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne
guisada sin cebolla, plátano frito o bollo de maíz y un poco de lentejas que el
padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no había probado jamás.
El muchacho ponía el portacomidas junto
a la silla donde yacía el sacerdote, pero éste no abría los ojos mientras no
escuchaba otra vez las pisadas en el corredor. Por eso en el pueblo creían que
el padre dormía la siesta antes del almuerzo (cosa que parecía igualmente
dislocada) cuando la verdad era que ni siquiera de noche dormía normalmente.
Para esa época sus hábitos se habían descomplicado hasta el primitivismo.
Almorzaba sin moverse de su silla de lona, sin sacar los alimentos del
portacomidas, sin usar los platos ni el tenedor ni el cuchillo, sino apenas la
misma cuchara con que tomaba la sopa. Después se levantaba, se echaba un poco
de agua en la cabeza, se ponía la sotana blanca y averaguada con grandes
remiendos cuadrados, y se dirigía a la estación del ferrocarril, precisamente a
la hora en que el resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta. Desde hacía
varios meses recorría ese trayecto murmurando la oración que él mismo inventó
la última vez que se le apareció el diablo.
Un sábado —nueve días después de que
empezaron a caer pájaros muertos— el padre Antonio Isabel del Santísimo
Sacramento del Altar se dirigía a la estación cuando cayó un pájaro agonizante
a sus pies, precisamente frente a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de
lucidez estalló en su cabeza y se dio cuenta de que aquel pájaro, a diferencia
de los otros, podía ser salvado. Lo tomó en sus manos y llamó a la puerta de la
señora Rebeca, en el instante en que ella se desabrochaba el corpiño para
dormir la siesta.
EL
CURA Y LA SEÑORA REBECA
En su alcoba, la viuda oyó los golpes e
instintivamente desvió la vista hacia las alambreras. No había penetrado ningún
pájaro a esa alcoba desde hacía dos días. Pero la red continuaba desflecada.
Había considerado un gasto inútil hacerla reparar mientras no cesara aquella
invasión de pájaros que la mantenía con los nervios irritados. Por encima del
zumbido del ventilador eléctrico, oyó los golpes a la puerta y recordó con
impaciencia que Argénida hacía la siesta en la última alcoba del corredor. Ni
siquiera se le ocurrió preguntarse quién podía importunarla a esas horas.
Volvió a abotonarse el corpiño, traspuso la puerta alambrada, caminó derecho y
afectada a lo largo del corredor, atravesó la sala recargada de muebles y
objetos decorativos, y antes de abrir la puerta vio a través de la red metálica
que allí estaba el padre Antonio Isabel, taciturno, con los ojos apagados y un
pájaro en las manos (antes de que ella abriera la puerta) diciendo: “Si le
echamos un poco de agua y después lo metemos debajo de una totuma, estoy seguro
de que se pondrá bien”. Y al abrir la puerta, la señora Rebeca sintió que
desfallecía de terror.
No permaneció allí más de cinco minutos.
La señora Rebeca creía que era ella quien había abreviado el incidente. Pero en
realidad había sido el padre. Si la viuda hubiera reflexionado en ese instante,
se habría dado cuenta de que el sacerdote, en los treinta años que llevaba de
vivir en el pueblo, no había permanecido nunca más de cinco minutos en su casa.
Le parecía que en la profusa utilería de la sala se manifestaba claramente el
espíritu concupiscente de la dueña, a pesar de su parentesco con el Obispo, muy
remoto, pero reconocido. Además, había una leyenda (o una historia) sobre la
familia de la señora Rebeca, que seguramente, pensaba el padre, no había
llegado hasta el palacio episcopal, con todo y que el coronel Aureliano
Buendía, primo hermano de la viuda a quien ella consideraba un descastado,
aseguró alguna vez que el Obispo no había visitado el pueblo en el nuevo siglo
por eludir la visita a su parienta. De cualquier modo, fuera aquello historia o
leyenda, la verdad era que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del
Altar no se sentía bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado nunca
muestras de piedad y sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con
evasivas cuando él trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su
esposo. Si ahora había estado allí, aguardando a que ella trajera un vaso de
agua para bañar un pájaro agonizante, era por determinación de una
circunstancia que él no hubiera provocado jamás.
Mientras regresaba la viuda, el
sacerdote, sentado en un suntuoso mecedor de madera labrada, sentía la extraña
humedad de esa casa que no había vuelto a sosegarse desde cuando sonó un
pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buen-día, hermano del
coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las
polainas aún calientes que se acababa de quitar.
Cuando la señora Rebeca irrumpió de
nuevo en la sala, vio al padre Antonio Isabel sentado en el mecedor y con ese
aire de nebulosidad que a ella le producía terror.
—La vida de un animal —dijo el padre— es
tan grata a Nuestro Señor como la de un hombre
Al decirlo, no se acordó de José Arcadio
Buendía. Tampoco lo recordó la viuda. Pero ella estaba acostumbrada a no dar
crédito a las palabras del padre, desde cuando habló en el púlpito de las tres
veces en que se le apareció el diablo. Sin prestarle atención tomó el pájaro
entre las manos, lo sumergió en el vaso y lo sacudió después. El padre observó
que había impiedad y negligencia en su manera de actuar, una absoluta falta de
consideración por la vida del animal.
—No le gustan los pájaros —dijo, de
manera suave pero afirmativa.
La viuda levantó los párpados en un
gesto de impaciencia y hostilidad.
—Aunque me hubieran gustado alguna vez
—dijo— los aborrecería ahora que les ha dado por morirse dentro de las casas.
—Han muerto muchos —dijo él, implacable.
Habría podido pensarse que había mucho de astucia en la uniformidad de su voz.
—Todos —dijo la viuda. Y agregó,
mientras exprimía el animal con repugnancia y lo colocaba debajo de una
totuma—: Y eso no me importaría, si no me hubieran roto las alambreras.
Y a él le pareció que nunca había
conocido tanta dureza de corazón. Un instante después, teniéndole en su propia
mano, el sacerdote se dio cuenta de que aquel cuerpo minúsculo e indefenso
había dejado de latir. Entonces se olvidó de todo: de la humedad de la casa, de
la concupiscencia, del insoportable olor a pólvora en el cadáver de José
Arcadio Buendía, y se dio cuenta de la prodigiosa verdad que lo rodeaba desde
el principio de la semana. Allí mismo, mientras la viuda lo veía abandonar la
casa con el pájaro muerto entre las manos y una expresión amenazante, él
asistió a la maravillosa revelación de que sobre el pueblo estaba cayendo una
lluvia de pájaros muertos y de que él, el ministro de Dios, el predestinado que
había conocido la felicidad cuando no hacía calor, había olvidado enteramente
el Apocalipsis.
EN
LA ESTACIÓN DE TREN
Ese día fue a la estación, como siempre,
pero no se dio cuenta cabal de sus actos. Sabía confusamente que algo estaba
ocurriendo en el mundo, pero se sentía embotado, bruto, indigno del instante.
Sentado en el escaño de la estación trataba de recordar si había lluvia de
pájaros muertos en el Apocalipsis, pero lo había olvidado por completo. De
pronto pensó que el retraso en casa de la señora Rebeca le había hecho perder
el tren y estiró la cabeza por encima de los vidrios polvorientos y rotos y vio
en el reloj de la administración que aún faltaban doce minutos para la una.
Cuando regresó al escaño sintió que se asfixiaba. En ese momento se acordó de
que era sábado. Movió por un instante su abanico de palma trenzada, perdido en
sus oscuras nebulosas interiores. Y después se desesperó de los botones de su
sotana y de los botones de sus botas y de sus largos y ajustados pantaloncillos
de sarga y se dio cuenta, alarmado, de que nunca en su vida había sentido tanto
calor.
Sin moverse del escaño se desabotonó el
cuello de la sotana, extrajo de la manga el pañuelo y se enjugó el rostro
congestionado, pensando en un instante de iluminado patetismo que tal vez
estaba asistiendo a la elaboración de un terremoto. Había leído eso en alguna
parte. Sin embargo, el cielo estaba despejado; un cielo transparente y azul del
que misteriosamente habían desaparecido todos los pájaros. Él se dio cuenta del
color y de la transparencia, pero momentáneamente se olvidó de los pájaros muertos.
Ahora pensaba en otra cosa, en la posibilidad de que se desatara una tormenta.
Sin embargo, el cielo estaba diáfano y tranquilo, como si fuera el cielo de
otro pueblo remoto y diferente, donde nunca había sentido calor, y como si no
fueran los suyos sino otros los ojos que estuvieran contemplándolo. Después
miró hacia el norte, por encima de los techos de palma y cinc oxidado, y vio la
lenta, la silenciosa, la equilibrada mancha de gallinazos sobre el muladar.
Por alguna razón misteriosa sintió que
en ese instante revivían en él las emociones que experimentó un domingo en el
seminario, poco antes de recibir las órdenes menores. El rector lo había
autorizado para hacer uso de su biblioteca particular y él permanecía durante
horas y horas (especialmente los domingos) sumergido en la lectura de unos
libros amarillos, olorosos a madera envejecida, y con anotaciones en latín
hechas con los garabatos minúsculos y erizados del rector. Un domingo, después
de que había leído durante todo el día, entró el rector a la habitación y se
apresuró, azorado, a recoger una tarjeta que evidentemente se había caído de
entre las páginas del libro que él leía. Presenció la ofuscación de su superior
con discreta indiferencia, pero alcanzó a leer la tarjeta. Sólo había una frase,
escrita a tinta morada con letra nítida y recta: Madame Ivette est morte cette
nuit. Más de medio siglo después, viendo una mancha de gallinazos sobre un
pueblo olvidado, se acordó de la expresión taciturna del rector, sentado frente
a él, malva al crepúsculo y con la respiración imperceptiblemente alterada.
Impresionado por aquella asociación, no
sintió entonces calor sino precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo
en las ingles y la planta de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa
precisa de ese pavor, enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que
era imposible diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás
atascada en el barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo
mientras él, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía
indiferente a ese acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano
asombrada como para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó
aterrorizado: “El Judío Errante”.
En ese momento pitó el tren. Por primera
vez en muchos años él no lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una
densa humareda, y oyó la granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado.
Pero eso fue como un sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por
completo hasta esa tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos
toques al formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después,
fueron a buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.
De manera que el padre no supo quién
llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro
vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera
descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era
distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de
banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta
cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una
lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea —ya encendidas
las luces— y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a
otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la
estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron
las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones,
y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a
nadie.
ALGUIEN
LLEGA AL PUEBLO
Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el
padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la
estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo
vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó
de que no comía desde el día anterior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel.
Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de
agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación
donde sonaba el disco gastado de un gramófono. El olfato agudizado por el
hambre de dos días le indicó que ése era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la
tablilla: Hotel Macondo, un letrero que él no había de leer en su vida.
La propietaria estaba encinta con más de
cinco meses. Tenía color de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre
cuando su madre estaba encinta de ella. Él pidió “un almuerzo lo más rápido que
pueda” y ella, sin tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un
hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren.
Envuelto en el vapor cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que
lo separaba de la estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa
confusa sensación de pánico que produce la pérdida de un tren.
Trató de correr. Llegó hasta la puerta,
angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando se dio
cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la mesa se
había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, a una muchacha que lo
miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola. Por
primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había regalado
su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras acababa de
comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la pérdida del tren
ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo cuyo nombre no se
ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con los huesos de la
espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí largo rato sin
escuchar los discos, hasta que la muchacha que los seleccionaba dijo:
—En el corredor hay más fresco.
Él se sintió mal. Le costaba trabajo
iniciarse con los desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y
cuando no le quedaba otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes
a como las pensaba. “Sí”, respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de
mecerse, olvidado de que no estaba en una mecedora.
—Los que vienen aquí ruedan una silla
para el corredor que es más fresco —dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio
cuenta con angustia de que ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a
mirarla, en el instante en que le daba cuerda al gramófono. Parecía estar
sentada allí desde hacía meses, años quizás, y no manifestaba el menor interés
en moverse de ese lugar. Le daba cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija
en él. Estaba sonriendo.
—Gracias —dijo él, tratando de
levantarse, de dar espontaneidad a sus movimientos.
La muchacha no dejó de mirarlo; dijo:
—También dejan el sombrero en el percherito.
Esta vez sintió una brasa en las orejas.
Se estremeció pensando en aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía
incómodo, acorralado, y otra vez sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero
en ese instante penetró a la sala la propietaria.
—¿Qué hace? —preguntó.
—Está rodando la silla para el corredor,
como lo hacen todos —dijo la muchacha.
Él creyó advertir un acento de burla en
sus palabras.
—No se preocupe —dijo la propietaria—.
Yo le traeré un taburete.
La muchacha se rió y él se sintió
desconcertado. Hacía calor, un calor seco y plano. Y estaba sudando. La
propietaria rodó hasta el corredor un taburete de madera con fondos de cuero.
Se disponía a seguirla cuando la muchacha volvió a hablar.
—Lo malo es que lo van a asustar los
pájaros —dijo.
Él alcanzó a ver la mirada dura cuando
la propietaria volvió los ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero
intensa.
—Lo que debes hacer es callarte —dijo, y
se volvió sonriente hacia él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de
hablar.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó.
—Que a esta hora caen pájaros muertos en
el corredor —dijo la muchacha.
—Son cosas de ella —dijo la propietaria.
Se inclinó a arreglar un ramo de flores artificiales en la mesita de centro.
Había un temblor nervioso en sus dedos.
—Cosas mías, no —dijo la muchacha—. Tú
misma barriste dos antier.
La propietaria la miró exasperada. Tenía
una expresión lastimosa y evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no
quedara el menor rastro de duda.
—Lo que ocurre, señor, es que antier los
muchachos dejaron dos pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después
le dijeron que estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo
que le dicen.
Él sonrió. Le parecía muy divertida
aquella explicación: se frotó las manos y se volvió a mirar a la muchacha que
lo contemplaba angustiada. El gramófono había dejado de sonar.
La propietaria
se retiró a la otra pieza y cuando él se dirigía al corredor la muchacha
insistió en voz baja:
—Yo los he visto caer. Créamelo. Todo el
mundo los ha visto.
Y él creyó comprender entonces su apego
al gramófono y la exasperación de la propietaria.
—Sí —dijo compasivamente. Y después,
moviéndose hacia el corredor—: Yo también los he visto.
Hacía menos calor afuera, a la sombra de
los almendros. Recostó el taburete contra el marco de la puerta, echó la cabeza
hacia atrás y pensó en su madre; su madre postrada en el mecedor, espantando
las gallinas con un largo palo de escoba, mientras sentía que por primera vez
él no estaba en la casa.
La semana anterior habría podido pensar
que su vida era una cuerda lisa y recta, tendida desde la lluviosa madrugada de
la última guerra civil en que vino al mundo entre las cuatro paredes de barro y
cañabrava de una escuela rural, hasta esa mañana de junio en que cumplió 22
años y su madre llegó hasta su chinchorro para regalarle un sombrero con una
tarjeta: “A mi querido hijo, en su día”. En ocasiones se sacudía la herrumbre
de la ociosidad y sentía nostalgia de la escuela, del pizarrón y del mapa de un
país superpoblado por los excrementos de las moscas, y de la larga fila de
jarros colgados en la pared debajo del nombre de cada niño. Allí no hacía
calor. Era un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas
cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del
tinajero. Su madre era entonces una mujer triste y hermética. Se sentaba al
atardecer a recibir el viento acabado de filtrar en los cafetales, y decía:
“Manaure es el pueblo más bello del mundo”; y luego, volviéndose hacia él,
viéndolo crecer sordamente en el chinchorro: “Cuando estés grande te darás
cuenta de eso”. Pero no se dio cuenta de nada. No se dio cuenta a los 15 años,
siendo ya demasiado grande para su edad, rebosante de esa salud insolente y
atolondrada que da la ociosidad. Hasta cuando cumplió los 20 años su vida no
fue nada esencialmente distinta de unos cambios de posición en el chinchorro.
Pero para esa época su madre, obligada por el reumatismo, abandonó la escuela
que había atendido durante 18 años, de manera que se fueron a vivir a una casa
de dos cuartos con un patio enorme, donde criaron gallinas de patas cenicientas
como las que atravesaban el salón de clases.
El cuidado de las gallinas fue su primer
contacto con la realidad. Y había sido el único hasta el mes de julio, en que
su madre pensó en la jubilación y consideró que ya el hijo tenía suficiente
sagacidad para gestionarla. Él colaboró de manera eficaz en la preparación de
los documentos, y hasta tuvo el tacto necesario para convencer al párroco de
que alterara en seis años la partida de bautismo de su madre, que aún no tenía
edad para la jubilación. El jueves recibió las últimas instrucciones
escrupulosa-mente pormenorizadas por la experiencia pedagógica de su madre, e
inició el viaje hacia la ciudad con doce pesos, una muda de ropa, el legajo de
documentos y una idea enteramente rudimentaria de la palabra “jubilación”, que
él interpretaba en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía
entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.
Adormilado en el corredor del hotel,
entorpecido por el bochorno, no se había detenido a pensar en la gravedad de su
situación. Suponía que el percance quedaría resuelto al día siguiente con el
regreso del tren, de suerte que ahora su única preocupación era esperar el
domingo para reanudar el viaje y no acordarse jamás de ese pueblo donde hacía
un calor insoportable. Un poco antes de las cuatro cayó en un sueño incómodo y
pegajoso, pensando, mientras dormía, que era una lástima no haber traído el
chinchorro. Entonces fue cuando se dio cuenta de que había olvidado en el tren
el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación. Despertó
abruptamente, sobresaltado, pensando en su madre y otra vez acorralado por el
pánico.
Cuando rodó el asiento hasta la sala se
habían encendido las luces del pueblo. No conocía el alumbrado eléctrico, de
manera que experimentó una fuerte impresión al ver las bombillas pobres y
manchadas del hotel. Luego recordó que su madre le había hablado de eso y
siguió rodando el asiento hasta el comedor tratando de evitar los moscardones
que estrellaban como proyectiles en los espejos. Comió sin apetito, ofuscado
por la clara evidencia de su situación, por el calor intenso, por la amargura
de aquella soledad que padecía por primera vez en su vida. Después de las nueve
fue conducido al fondo de la casa, a un cuarto de madera empapelado con
periódicos y revistas.
UN ALCARABÁN EN LA MADRUGADA
A la medianoche se hallaba sumergido en
un sueño pantanoso y febril, mientras a cinco cuadras de allí el padre Antonio
Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, tendido boca arriba en su catre,
pensaba que las experiencias de esa noche reforzaban el sermón que tenía
preparado para las siete de la mañana. El padre reposaba con sus largos y
ajustados pantaloncillos de sarga, entre el denso rumor de los zancudos. Un
poco antes de las doce había atravesado el pueblo para administrar la
extremaunción a una mujer y se sentía exaltado y nervioso, de manera que puso
los elementos sacramentales junto al catre y se acostó a repasar el sermón. Permaneció
así varias horas, tendido boca arriba en el catre hasta cuando oyó el horario
remoto de un alcaraván en la madrugada. Entonces trató de levantarse, se
incorporó penosamente y pisó la campanilla y se fue de bruces contra el suelo
áspero y sólido de la habitación.
Apenas se dio cuenta de sí mismo cuando
experimentó la sensación terebrante que le subió por el costado. En ese momento
tuvo conciencia de su peso total: juntos el peso de su cuerpo, de sus culpas y
de su edad. Sintió contra la mejilla la solidez del suelo pedregoso que tantas
veces, al preparar sus sermones, le había servido para formarse una idea
precisa del camino que conduce al infierno. “Cristo”, murmuró asustado,
pensando: “Seguro que nunca más podré ponerme en pie.”
No supo cuánto tiempo permaneció
postrado en el suelo, sin pensar en nada, sin acordarse siquiera de implorar
una buena muerte. Fue como si, en realidad, hubiera estado muerto por un
instante. Pero cuando recobró el conocimiento ya no sentía dolor ni espanto.
Vio la raya lívida debajo de la puerta; oyó, remoto y triste, el clamor de los
gallos, y se dio cuenta de que estaba vivo y de que recordaba perfectamente las
palabras del sermón.
Cuando descorrió la tranca de la puerta
estaba amaneciendo. Había dejado de sentir dolor y hasta le parecía que el
golpe lo había descargado de su ancianidad. Toda la bondad, los extravíos y los
padecimientos del pueblo penetraron hasta su corazón cuando tragó la primera
bocanada de aquel aire que era una humedad azul llena de gallos. Luego miró en
torno suyo como para reconciliarse con la soledad, y vio a la tranquila
penumbra del amanecer, uno, dos, tres pájaros muertos en el corredor.
Durante nueve minutos contempló los tres
cadáveres, pensando, de acuerdo con el sermón previsto, que aquella muerte
colectiva de los pájaros necesitaba una expiación. Luego caminó hasta el otro
extremo del corredor, recogió los tres pájaros muertos y regresó a la tinaja y
la destapó y uno tras otro echó los pájaros en el agua verde y dormida sin
conocer exactamente el objetivo de aquella acción. Tres y tres hacen media
docena en una semana, pensó, y un prodigioso relámpago de lucidez le indicó que
había empezado a padecer el gran día de su vida.
DOMINGO,
07:00 de LA MAÑANA
A las siete había empezado el calor. En
el hotel, el único comensal aguardaba el desayuno. La muchacha del gramófono no
se había levantado aún. La propietaria se acercó y en ese instante parecía como
si estuvieran sonando dentro de su vientre abultado las siete campanadas del
reloj.
—Siempre fue que lo dejó el tren —dijo con
un acento de tardía conmiseración. Y luego trajo el desayuno: café con leche,
un huevo frito y tajadas de plátano verde.
Él trató de comer, pero no sentía
hambre. Se sentía alarmado de que hubiera empezado el calor. Sudaba a chorros.
Se asfixiaba. Había dormido mal, con la ropa puesta, y ahora tenía un poco de
fiebre. Sentía otra vez el pánico y se acordaba de su madre, en el instante en
que la propietaria se acercó a recoger los platos, radiante dentro de su traje
nuevo de grandes flores verdes. El traje de la propietaria le hizo recordar que
era domingo.
—¿Hay misa? —preguntó.
—Sí hay —dijo la mujer—. Pero es como si
no hubiera porque no va casi nadie. Es que no han querido mandar un padre
nuevo.
—¿Y qué pasa con el de ahora?
—Que tiene como cien años y está medio
chiflado —dijo la mujer, y permaneció inmóvil, pensativa, con todos los platos
en una mano. Luego dijo:
—El otro día juró en el púlpito que
había visto al diablo y desde entonces casi nadie volvió a la misa.
De manera que fue a la iglesia, en parte
por su desesperación y en parte por la curiosidad de conocer a una persona de
cien años. Advirtió que era un pueblo muerto, con calles interminables y
polvorientas y sombrías casas de madera con techos de cinc, que parecían
deshabitadas. Eso era el pueblo en domingo: calles sin hierba, casas con
alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante. Pensó
que no había ahí ninguna señal que permitiera distinguir el domingo de otro día
cualquiera, y mientras caminaba por la calle desierta se acordó de su madre:
“Todas las calles de todos los pueblos conducen inexorablemente a la iglesia o
al cementerio.” En este instante desembocó en una pequeña plaza empedrada con
un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj
parado en las cuatro y diez.
Sin apresurarse atravesó la plaza, subió
por los tres escalones del atrio e inmediatamente sintió el olor del envejecido
sudor humano revuelto con el olor del incienso, y penetró en la tibia penumbra
de la iglesia casi vacía.
DOMINGO.
EN LA IGLESIA
El padre Antonio Isabel del Santísimo
Sacramento del Altar acababa de subir al púlpito. Iba a iniciar el sermón
cuando vio entrar a un muchacho con el sombrero puesto. Lo vio examinar con sus
grandes ojos serenos y transparentes el templo casi vacío. Lo vio sentarse en
el último escaño, la cabeza ladeada y las manos sobre las rodillas. Se dio
cuenta de que era un forastero. Tenía más de 20 años de estar en el pueblo y
habría podido reconocer a cualquiera de sus habitantes hasta por el olor. Por
eso sabía que el muchacho que acababa de llegar era un forastero. En una mirada
breve e intensa observó que era un ser taciturno y un poco triste y que tenía
la ropa sucia y arrugada. Es como si tuviera mucho tiempo de estar durmiendo
con ella, pensó, con un sentimiento que era una mezcolanza de repugnancia y
piedad. Pero después, viéndolo en el escaño, sintió que su alma desbordaba
gratitud y se dispuso a pronunciar para él el gran sermón de su vida. Cristo
—pensaba mientras tanto—, permite que recuerde el sombrero para que no tenga
que echarlo del templo.
Y comenzó el sermón.
Al principio habló sin darse cuenta de
sus palabras. Ni siquiera se escuchaba a sí mismo. Oía apenas la melodía
definida y suelta que fluía de un manantial dormido en su alma desde el
principio del mundo. Tenía la confusa certidumbre de que las palabras estaban
brotando precisas, oportunas, exactas, en el orden y la ocasión previstos.
Sentía que un vapor caliente le presionaba las entrañas. Pero sabía también que
su espíritu estaba limpio de vanidad y que la sensación de placer que le
embargaba los sentidos no era soberbia, ni rebeldía, ni vanidad, sino el puro
regocijo de su espíritu en Nuestro Señor.
MAÑANA ES LUNES
En su alcoba, la señora Rebeca se sentía
desfallecer, comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería
imposible. Si no se hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a
la novedad, habría metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera
ido a rodar por el mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado.
Pero íntimamente sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre
aquellos interminables corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras,
pensaba, haría reemplazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera
que se quedaría allí, decidió (y ésa era una decisión que tomaba siempre que
ordenaba la ropa en el armario), y decidió también escribirle a “mi ilustrísimo
primo” para que mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia
con su sombrero de minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa
ordenada y sermones sensatos y edificantes.
Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el
encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel
Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso), cuando Argénida abrió
bruscamente la puerta alambrada y exclamó:
—Señora, dicen que el padre se volvió
loco en el púlpito.
La viuda volvió hacia la puerta un
rostro otoñal y amargo, enteramente suyo.
—Hace por lo menos cinco años que está
loco —dijo. Y siguió aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo—: Debe
ser que volvió a ver al diablo.
—Ahora no fue el diablo —dijo Argénida.
—¿Y entonces a quién? —preguntó la
señora Rebeca, estirada, indiferente.
—Ahora dice que vio al Judío Errante.
La viuda sintió que se le crispaba la
piel. Un tropel de revueltas ideas entre las cuales no podía diferenciar sus
alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza
al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su infancia
remota: “El Judío Errante.” Y entonces comenzó a moverse, lívida, helada, hacia
donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.
—Es verdad —dijo, con una voz que se le
subió de las entrañas—. Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.
Impulsada por el terror, se tocó con una
negra mantilla bordada y atravesó como una exhalación el largo corredor y la
sala recargada de objetos decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras
que la separaban de la iglesia, en donde
el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, transfigurado,
decía:
“…Os
juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada, cuando
regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero.
Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba
a su paso una huella de ceniza ardiente.”
La palabra quedó trunca, flotando en el
aire. Se dio cuenta de que no podía contener el temblor de las manos, de que
todo su cuerpo temblaba y de que por su columna vertebral descendía lentamente
un hilo de sudor helado. Se sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed
y una fuerte torcedura en las tripas y un rumor que resonó como la profunda
nota de un órgano en sus entrañas. Entonces se dio cuenta de la verdad.
Vio que había gente en la iglesia y que
por la nave central avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los
brazos abiertos y el rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas.
Confusamente comprendió lo que estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez
suficiente para comprender que habría sido vanidad creer que estaba
patrocinando un milagro. Humildemente apoyó las manos temblorosas en el borde
de madera y reanudó el discurso.
—Entonces caminó hacia mí —dijo. Y esta
vez escuchó su propia voz convincente, apasionada—. Caminó hacia mí y tenía los
ojos de esmeralda y la áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo
levanté la mano para recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije:
“Deténte. Nunca ha sido el domingo buen día para sacrificar un cordero.”
Cuando terminó había empezado el calor.
Ese calor intenso, sólido y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el
padre Antonio Isabel ya no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus
espaldas, estaba el pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero
ni siquiera se alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva
inmediata de que el vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo
y desadaptado. Se sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo
del sacrificio. Desde hacía algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue
una distracción diferente porque su pensamiento estaba colmado por una
inquietud definida. Por primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y
tal como lo había imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia
era un apremio igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:
—Pitágoras.
El acólito, un niño de cabeza rapada y
lustrosa, ahijado del padre Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre,
se acercó al altar.
—Recoge la limosna —dijo el sacerdote.
El niño pestañeó, dio una vuelta
completa y luego dijo con una voz casi imperceptible:
—No sé dónde está el platillo.
Era cierto. Hacía meses que no se
recogía la limosna.
—Entonces busca una bolsa grande en la
sacristía y recoge lo más que puedas —dijo el padre.
—¿Y qué digo? —dijo el muchacho.
El padre contempló pensativo el cráneo
pelado y azul, las articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:
—Di que es para desterrar al Judío
Errante —dijo y sintió que al decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por
un instante no escuchó nada más que el chisporroteo de los cirios en el templo
silencioso, y su propia respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano
en el hombro del acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:
—Después coges la plata y se la llevas
al muchacho que estaba solo al principio y le dices que ahí le manda el padre
para que se compre un sombrero nuevo.