No pretendo analizar aquí "La colmena" de CJC, un libro complejo, poliédrico y rebosante de aquella sucia realidad de la postguerra española, ya que me daría miedo escribir solamente obviedades y cosas repetidas, leídas tantas veces en otros sitios. Sin embargo, desde que la leí en una edición de bolsillo barata porque era lectura obligatoria en el instituto me quedé prendado con los textos introductorios que Cela fue escribiendo a lo largo de los años. Aquellos textos los leí muchas veces y también los subrayé y repetía aquellas frases y me quedaba con la boca abierta. Hoy, después de algunos años rescato estas notas y las comparto aquí con los lectores. Aquí está toda la sabiduría de Cela condensada en apenas algunas líneas que él llamó de "Notas a la primera, segunda, tercera, cuarta edición".
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LA COLMENA (1951)
NOTA A LA PRIMERA EDICIÓN
Mi novela “La colmena”, primer
libro de la serie “Caminos inciertos”, no es otra cosa que un pálido reflejo,
que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa
realidad.
Mienten quienes quieren
disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura. Ese mal que corroe las
almas; ese mal que tiene tantos nombres como queramos darle, no puede ser
combatido con los paños calientes del conformismo, con la cataplasma de la
retórica y de la poética.
Esta novela mía no aspira a
ser más —ni menos, ciertamente— que un trozo de vida narrado paso a paso, sin
reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre,
exactamente como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que
vive —en nosotros o de nosotros—; nosotros no somos más que su vehículo,
su excipiente como dicen los boticarios.
Pienso que hoy no se puede
novelar más —mejor o peor— que como yo
lo hago. Si pensase lo contrario, cambiaría de oficio.
Mi novela —por razones
particulares— sale en la República Argentina; los aires nuevos —nuevos para mí—
creo que hacen bien a la letra impresa. Su arquitectura es compleja, a mí me
costó mucho trabajo hacerla. Es claro que esta dificultad mía tanto pudo
estribar en su complejidad como en mi torpeza. Su acción discurre en Madrid —en
1942— y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices, y a veces, no. Los
ciento sesenta personajes que bullen —no corren— por sus páginas, me han
traído durante cinco largos años por el camino de la amargura. Si acerté con
ellos o con ellos me equivoqué, es cosa que deberá decir el que leyere.
La novela no sé si es
realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco me
preocupa demasiado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera; uno ya está
hecho a todo.
NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN
Pienso lo mismo que hace
cuatro años. También siento y preconizo lo mismo. En el mundo han sucedido
extrañas cosas —tampoco demasiado extrañas—, pero el hombre acorralado, el niño
viviendo como un conejo, la mujer a quien se le presenta su pobre y amargo pan
de cada día colgado del sexo —siniestra cucaña— del tendero ordenancista y
cauto, la muchachita en desamor, el viejo sin esperanza, el enfermo
crónico, el suplicante y ridículo enfermo crónico, ahí están. Nadie los ha
movido. Nadie los ha barrido. Casi nadie ha mirado para ellos.
Sé bien que La colmena es un
grito en el desierto; es posible que incluso un grito no demasiado estridente o
desgarrador. En este punto jamás me hice vanas ilusiones. Pero, en todo caso,
mi conciencia bien tranquila está.
Sobre La colmena, en estos
cuatro años transcurridos, se ha dicho de todo, bueno y malo, y poco, ciertamente,
con sentido común. Escuece darse cuenta que las gentes siguen pensando que la
literatura, como el violín, por ejemplo, es un entretenimiento que, bien
mirado, no hace daño a nadie. Y ésta es una de las quiebras de la literatura.
Pero no merece la pena que
nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia que hay que
llevar con asco y con resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del
circo romano, con una vaga sonrisa en los labios.
NOTA A LA TERCERA EDICIÓN
Quisiera desarrollar la idea
de que el hombre sano no tiene ideas. A veces pienso que las ideas religiosas,
morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un desequilibrio
del sistema nervioso. Está todavía lejano el tiempo en que se sepa que el
apóstol y el iluminado son carne de manicomio, insomne y temblorosa flor de
debilidad. La historia, la indefectible historia, va a contrapelo de las ideas.
O al margen de ellas. Para hacer la historia se precisa no tener ideas, como
para hacer dinero es necesario no tener escrúpulos. Las ideas y los escrúpulos
—para el hombre acosado: aquel que llega a sonreír con el amargo rictus del
triunfador— son una rémora. La historia es como la circulación de la sangre o
como la digestión de los alimentos. Las arterias y el estómago, por donde
corre y en el que se cuece la sustancia histórica, son de duro y frío pedernal.
Las ideas son un atavismo —algún día se reconocerá— jamás una cultura y menos
aún una tradición. La cultura y la tradición del hombre, como la cultura y la
tradición de la hiena o de la hormiga, pudieran orientarse sobre una rosa de
tres solos vientos: comer, reproducirse y destruirse. La cultura y la tradición
no son jamás ideológicas y si, siempre, instintivas. La ley de la herencia —que
es la más pasmosa ley de la biología— no está ajena a esto que aquí vengo
diciendo. En este sentido, quizás admitiese que hay una cultura y una tradición
de la sangre. Los biólogos, sagazmente, le llaman instinto. Quienes niegan o, al menos, relegan al instinto
—los ideólogos—, construyen su artilugio sobre la problemática existencia de lo
que llaman el "hombre interior", olvidando la luminosa adivinación de
Goethe: está fuera todo lo que está dentro. Algún día volveré sobre la idea de
que las ideas son una enfermedad. Pienso lo mismo que dos años atrás. Desde mi
casa se ven, anclados en la bahía, los grises, poderosos, siniestros buques de
la escuadra americana. Un gallo cacarea, en cualquier corral, y una niña de
dulcecita voz canta —¡oh, el instinto!— los viejos versos de la viudita del
conde de Oré.
No merece la pena que nos
dejemos invadir por la tristeza. La tristeza también es un atavismo.
CJC, Palma de Mallorca, 18 de junio de 1957
NOTA A LA CUARTA EDICIÓN
Seguimos en las mismas
inútiles resignaciones: los mismos dulces paisajes que tanto sirven para un
roto como para un descosido. Es grave confundir la anestesia con la esperanza;
también lo es, tomar el noble rábano de la paciencia por las ruines hojas
—lacias, ajadas, trémulas— de la renunciación.
Desde la última salida de
estas páginas han pasado cinco años más: el tiempo, en nuestros corazones,
lleva cinco años más parado, igual que una ave zancuda muerta —y enhiesta e
ignorante— sobre la muerta roca del cantil. ¡Qué ridícula, la carne que
envejece sin escuchar el zarpazo —o el lento roído— del tiempo, ese alacrán!
Sobre los zurrados cueros de
mis títeres (Juan Lorenzo, natural de Astorga, hubiera dicho: caeran fornecinos
e de rafez affer) han caído no cinco, sino veinte lentos, degollados,
monótonos años. Para los míos —que el tiempo late en los de todos y de su marca
no se libra ni la badana de los tres estamentos barbirrapados: curas, cómicos y
toreros— también sonaron los veinte agrios (o no tan agrios) avisos de veinte
sansilvestres.
Sí. Han pasado los años, tan
dolorosos que casi ni se sienten, pero la colmena sigue bullendo, pese a todo,
en adoración y pasmo de lo que ni entiende ni le va. Unas insignias (el collar
del perro que no cambia) han sido arrumbadas por las otras y los usos de mis
pobres conejos domésticos (que son unos pobres conejos domésticos que, a lo
que se ve, sólo aspiran a ir tirandillo) se fueron acoplando, dóciles y casi
suplicantes, al último chinchín que les sopló (¡qué ilusión mandar a la plaza todos los días!) en
las orejas.
A la historia —y éste es un
libro de historia, no una novela— le acontece que, de cuando en cuando, deja de
entenderse. Pero la vida continúa, aun a su pesar, y la historia, como la
vida, también sigue cociéndose en el inclemente puchero de la sordidez. A lo
mejor la sordidez, como la tristeza de la que hablaba hace cinco años, también
es un atavismo.
La política —se dijo— es el
arte de encauzar la inercia de la historia. La literatura, probablemente, no es
más cosa que el arte (y, a lo mejor, ni aun eso) de reseñar la marejadilla de
aquella inercia. Todo lo que no sea humildad, una inmensa y descarada
humildad, sobra en el equipaje del escritor: ese macuto que ganaría en
eficacia si acertara a tirar por la borda, uno tras otro, todos los atavismos
que lo lastran. Aunque entonces, quizás, la literatura muriese: cosa que
tampoco debería preocuparnos demasiado.
C. J. C., Palma de Mallorca, 7 de mayo de 1962
ULTIMA RECAPITULACIÓN
Hay reglas generales: las
aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse de sus
cauces, etc. Pero al fantasma, aún tenue, de la realidad, no ha nacido quien
lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de
una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los
gobernantes del mundo, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos
de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y según convenga. En
este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para
mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin
fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal
como los astros marchan o los escarabajos se hacen el amor). Todo lo demás es
pacto y música de flauta.
En uno de estos giros,
sonámbulos giros, del inmediato mundo. La colmena se ha quedado dentro. Lo mismo
hubiera podido —a iguales méritos e intención— acontecer lo contrario. Lo
mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro
lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes,
etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro;
tan sólo se le exige que —en su asesinato y en su libro— sea auténtico y no se
dejé arrastrar por las afables y doradas rémoras que la sociedad, como una ajada
amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare el latido de
aquello que a su alrededor sucede.
El escritor también puede
ahogarse en la vida misma: en la violencia, en el
vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está permitido es sonreír,
presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y
quedarse entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor, no se
siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del
escritor no coincide con la verdad de quienes reparten el oro. No quiere
decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y sí, tan sólo, que la palabra
de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo,
o con leche de mujer, o con lágrimas).
La ley del escritor no tiene
más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el
tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad
que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. la verdad de cada cual. Y
todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara
de la verdad de cada cual).
El escritor es bestia de
aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de dejarse la vida
—y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas—
a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula
verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al
hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura, le importa. El escritor
obediente, el escritor uncido al carro del político, del poderoso o del
paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera (los hombres
clasificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No
hay más escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que
aquel que se compromete consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no
coincide, como una moneda con otra moneda, con la violenta y propia fidelidad
al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor respeto que la disciplina
—o los reflejos condicionados— del caballo del circo.
El escritor nada pide porque
nada —ni aun voz ni pluma— necesita, y le basta con la memoria. Amordazado y
maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz
resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas
ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con
el derecho administrativo.
A la sociedad, para ser
feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza), le sobran los
escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de
raerlos de sí o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.
En los tiempos modernos, el
escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados
en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por
donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos
los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural
senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el político
sucedió el escritor que se conformaba con marchar a remolque del político. Al
escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá
el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes
para enseñarnos dos cosas: que jamás los poderosos coincidieron con los
mejores, y que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por
los políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). El fiscal de esta
inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vanamente, llevarla por aquí
o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de importarle. La literatura
no es una charada: es una actitud.
C. J. C, Palma de Mallorca, 2 de junio de 1963