Os dejo aquí el discurso de agradecimiento del escritor español Antonio Muñoz Molina en los Premios Príncipe de Asturias 2013.
El oficio de escribir
Escribir
empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una vocación imaginaria.
Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se
convierten en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación
poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta
agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero
que también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y
permite entonces la recompensa de un descanso que es más placentero porque se
siente bien ganado, al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque
todo el que se dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay una distancia
grande entre las mejores posibilidades de un proyecto y su realización, igual
que hay descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea
práctica: uno hace algo que le gusta mucho y que a costa de aprendizaje y
empeño ha logrado hacer con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para
sí mismo, por mucho que esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de
llevarla a cabo haya una satisfacción privada. El resultado que se obtiene de
ella alcanza una existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa
a integrarse beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento
musical o una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno,
un cuadro, un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso
de danza, la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien
cocinado, una película, una pirámide de alcachofas en el escaparate de una
frutería.
Hay
algunas singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier
otro. La primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más
intangibles, aunque también una de las más universales: la de saber historias y
la de contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo mediante las
palabras. Una historia, de ficción o no, propone un modelo universal de un
cierto campo de la experiencia a partir de la observación de los datos
particulares de la vida. Del mismo modo actúa el científico, elaborando modelos
teóricos derivados de la observación y la experimentación, que sirvan,
doblemente, para explicar y predecir. En las sociedades primitivas o antiguas
el mito es el modelo de explicación y predicción de los comportamientos
humanos. Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en todas sus
variedades, desde las más banales, más toscas, más comerciales y efímeras,
hasta las más hondas y exigentes, desde la telenovela y el videojuego a Don
Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi querida Alice Munro.
Nos
dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que parece. También a
un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su segunda singularidad,
la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una divergencia escandalosa
entre el mérito y el reconocimiento.
Quien
escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y tantos años como un
artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará completar nada de valor.
Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del
resultado, porque la experiencia y la dedicación pueden conducirlo al
amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo
mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras veces es ignorado, y que lo
que parecía mejor a veces se desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una
extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después, sin compensación posible,
al talento verdadero que no brilló en vida.
El
desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de
incertidumbres tan amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y
el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen
angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de correspondencia
entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los que trabajan ven
menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente sus
beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan impunes
mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea bien
hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar; un
país donde las formas más contemporáneas de demagogia han reverdecido el
antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.
Aun así,
y dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les
corresponde, el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del
oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los
cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir
aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios
fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más
colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del
científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de pruebas, del
traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno
aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que trasmite en un
aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más placentero de todos,
que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener lectores y con el miedo
a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que a las heridas. Escribir
porque a pesar de todas las negaciones y las imposibilidades la escritura, como
cualquier oficio, es sobre todo un acto de afirmación. Escribir
porque sí.
En 1981
se entregaron por primera vez estos premios y vuestra alteza presidió en ellos
su primer acto público. Aún se vivía entonces bajo el trauma sombrío y reciente
de una tentativa de golpe de estado. En su discurso de agradecimiento, el poeta
José Hierro aludió con alegría y
alivio, pero también con plena conciencia del peligro, al “aire de libertad que
respiramos”. Ese aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos respirando 32
años después, que constituyen el período más largo de libertad que se ha
conocido en la historia entera de nuestro país. Es importante recordar estas
cosas ahora, cuando el porvenir parece en muchas cosas tan incierto como
entonces. En este tiempo se ha hecho adulta la generación entera que nacía por
entonces, que es la de mis hijos. Sus vidas son ya más difíciles de lo que
imaginábamos hace sólo unos años, pero es importante recordar que también
aquellos tiempos de 1981 nos parecían amenazadores cuando nosotros los
vivíamos. Y sin embargo no hemos dejado de respirar el aire de libertad que
celebraba José Hierro. Sin esa respiración no habría sido posible la generación
literaria a la que yo pertenezco. Incluso nos hemos acostumbrado tanto a ella
que corremos el peligro de no saber ya apreciarla. Es nuestra responsabilidad
salvar lo que ganamos gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus
oficios, privados y públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos
los errores, todas las inercias y descuidos que necesitamos corregir. En esa
tarea colectiva los oficios de las palabras podrán ser más útiles que nunca.
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