sábado, 20 de julio de 2019

Piglia & Cortázar





Sobre Cortázar
RICARDO PIGLIA

Habría que decir que “El examen” pertenece a una época que muchos consideran la mejor de Cortázar, los años en que escribe Bestiario y los primeros relatos de Final del juego y se mueve discretamente por Buenos Aires en vísperas de su partida definitiva para Europa. Como otros escritores argentinos de aquel tiempo (sobre todo Wilcock), el Cortázar de 1950 evoca al esteta refinado y vanguardista: su marco de referencia es la figura heroica del artista como exiliado. El escritor que abandona su tierra y desprecia todo lo que puede atentar contra la integridad de su arte. (La consigna de Dedalus: «Silencio, exilio y astucia»). Se trata de uno de los modelos morales de la cultura contemporánea, cercano siempre a otra figura ejemplar: la del exiliado político, el revolucionario perseguido, el hombre utópico que lucha contra el poder. Como se sabe, Joyce y Lenin andaban por las mismas calles de Zurich. El artista y el revolucionario se unen en su desprecio del mundo burgués y la imagen del poeta como un conspirador que vive en territorio enemigo es el punto de partida de la vanguardia desde Baudelaire.

La conciencia artística y la conciencia revolucionaria se identifican por su negatividad, por su rechazo del realismo y del sentido común liberal, por el carácter anticapitalista de su práctica.

Rimbaud en las barricadas de la Comuna: allí se sintetiza el imaginario de la vanguardia. La ruptura de la tradición conformista del escritor progresista y sensato es el lugar donde convergen experiencias tan disímiles como las de Brecht y Ezra Pound. La evolución política de Cortázar a partir de los años 60 se decide en ese marco (y el surrealismo, por supuesto, tiene una importancia clave). Basta comparar, en fin, el itinerario político y literario de Sábato y de Cortázar para comprender un aspecto decisivo del debate cultural en la Argentina en estos años.

Esta ideología de la negatividad y del rechazo suele ser la trama básica de los grandes textos de Cortázar (en especial de Rayuela) pero también de sus dos mejores relatos, «El perseguidor» y «El otro cielo», donde los rastros de Charlie Parker y de Lautréamont construyen la figura del artista como criminal que lleva al límite la ruptura con el mundo. Ese lugar desplazado y negativo, de oposición tajante, un poco aristocrático, del escritor enfrentado con la realidad, se ve trastornado, obviamente, por el éxito. Podría pensarse que el mayor drama de Cortázar fue el éxito que siguió a la publicación de Rayuela.

La clave de la literatura contemporánea ya no era, como en los tiempos heroicos de sus admirados Keats y Poe, la historia del fracaso del artista, sino más bien la historia de los efectos del éxito. ¿Cómo hacer para no ser comprendido por los contemporáneos? ¿Cómo sobrevivir al reconocimiento? Cortázar condensa mejor que nadie esa cuestión en la literatura argentina.

Una literatura, dicho sea de paso, donde no hay nadie que en algún momento no reciba su cuota de fama y de aceptación. Todos los escritores argentinos, se podría decir, tienen éxito, tarde o temprano. Pero no todos alcanzan el éxito que obtuvo Cortázar con Rayuela: sólo Puig y Borges lograron después al mismo tiempo la consagración crítica y la aceptación del mercado. (Inmediatamente empieza el reflujo: inevitable ya en el caso de Borges, cuya pérdida de prestigio se puede pronosticar sin demasiado riesgo; injusto en el caso de Puig, que fue excluido de la escena literaria y de sus debates sin que nadie se haya dado cuenta, por lo visto, de que en 1980 se publica Maldición eterna a quien lea estas páginas, una de las mejores novelas argentinas). La conciencia estética de Cortázar, la imagen del escritor que construye su obra en la soledad y el aislamiento se fracturó, podría decirse, con el éxito de Rayuela. Por un lado Cortázar se plegó al mercado y a sus ritos, y en un sentido después de Todos los fuegos el fuego ya no escribió más, se dedicó exclusivamente a repetir sus viejos clichés y a responder a las demandas estereotipadas de su público. Por otro lado trató de mantenerse fiel a su ideología de la negatividad estética y a su poética de la vanguardia y politizó su figura pública adhiriendo a la causa de la revolución. Sin duda se pueden discutir todas las posiciones políticas de Cortázar (y la historia dramática de sus relaciones con la política se sintetiza en la correspondencia publicada en el número que le dedica Casa de las Américas), pero no se puede ver ahí una contradicción con sus postulados literarios o una traición a sus fidelidades artísticas, ni se pueden tampoco aceptar las críticas que enuncian los intelectuales moderados que cultivan el lugar común y el justo medio (como los que se agrupan en uno de los más homogéneos órganos culturales del oficialismo, la revista Plural de Buenos Aires, que incluye en una de sus últimas entregas una crítica a las declaraciones políticas de Cortázar).

Las tensiones con la política y con el mercado en un momento muy anterior de su historia están ficcionalizadas en El examen, la novela escrita en 1950 que Cortázar se decidió a publicar unos meses antes de su muerte. Testamento literario de un escritor que regresa a sus orígenes, este libro anticipa muchos de los tics futuros de la peor escritura «fácil» de Cortázar (sobre todo su insoportable humor estilo María Elena Walsh) y muestra el tipo de construcción básico en todas sus novelas. Porque el pequeño grupo de iniciados cuyas aventuras sostienen la trama de Los premios, Rayuela, 62 modelo para armar y Libro de Manuel aparece aquí ya constituido: Andrés, Juan, Clara y Stella anticipan y reproducen de un modo nítido el tono y las relaciones que unen, por ejemplo en Rayuela, a Oliveira, Traveler, Talita y Gekrepten. Al mismo tiempo se trata centralmente de una novela sobre el mundo literario, como son El mal metafísico de Gálvez o Aventuras de un novelista atonal de Alberto Laiseca. ¿De qué modo se representa un escritor los movimientos, las luchas y la situación literaria? En El examen el aislamiento, la marginalidad («En este país uno escribe por lo regular para los amigos, porque los editores están demasiado ocupados con los séptimos círculos», p. 35), el cuestionamiento de las jerarquías literarias y el intento de armar otras tradiciones (la línea Arlt, Marechal, Felisberto Hernández se reivindica explícitamente) son puntos esenciales.

Sin embargo la tensión central de la novela se construye a partir de la presencia vulgarizadora de la cultura de masa. («Esa abyección de la música, cualquier música, cuando la echan desde los parlantes en serie, la degradación de algo hermoso», p. 47).

La masificación de la alta cultura es el nudo dramático de la novela. Esto aparece cristalizado sin ninguna sutileza en la historia ingenuamente «kafkiana» de «Casa tomada», donde lectores con voz radiofónica difunden para un público degradado y confuso obras de la gran literatura (pero en su idioma original). En el terreno vulgarizado de la cultura se juega el destino de los héroes de Cortázar.

A la historia literaria se le superpone una fábula política que tiene un contexto preciso: El examen puede ser leído como otra versión de la abigarrada serie de textos sobre el peronismo que, desde Sábado de gloria de Martínez Estrada a La fiesta del monstruo de Borges y Bioy, reconstruyen de un modo alucinatorio la mitología de ese mundo primitivo y brutal que se encarna en los cabecitas, los tapes, los representantes ficcionalizados de las clases populares («Te voy a decir que cada vez que veo un pelo negro lacio, unos ojos alargados, una piel oscura, una tonada provinciana, me da asco», p. 90). Representación (en la acepción electoral de la palabra, habría que decir) definida antes que nada por la paranoia y el pánico. Buenos Aires se hunde y se resquebraja, invadida por hongos, disuelta en una niebla envenenada, cruzada por rituales primitivos. (La gente marcha a la Plaza de Mayo para reverenciar: ¡un hueso!). La pesadilla de la historia funciona aquí en todo su esplendor. Por este lado la novela se emparenta con La peste de Camus, de donde viene la metáfora de la ciudad sitiada y en descomposición, pero también con el Onetti de Para esta noche, con su clima sombrío de persecución y opresión política (las escenas básicas de las dos novelas se sitúan en el bar First and Last). La busca de la solución alegórica es el núcleo del proyecto narrativo de Cortázar. Y la mirada alegórica, como se ha dicho, siempre es melancólica y contemplativa. Así, El examen narra la visión persecutoria del artista contemplativo y melancólico, que se ve acosado por el peso insoportable de la realidad encarnado a la vez en el mercado y en la política. En relación con esos dos planos se define la historia dramática de la poética de Cortázar y también los destinos de su vida de escritor.

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