Rescato en este blog olvidado el primer artículo que Antonio Muñoz Molina publicó en el Abc Literario en aquella sección de título cervantina: "La cueva de Montesinos". El escritor aún vivía en Granada y todavía no se había enamorado de Elvira Lindo.
Un lugar donde vivir
LO extraño de una parte de los escritores y de las gentes que rondan la vida de los libros es que no les interesa nada la literatura. Parece que en Madrid esto es una evidencia o una norma natural: pintores que detestan la pintura, músicos que se duermen invariablemente en un concierto, literatos consagrados a la exégesis de los concursos zafios de la televisión. Se trata sin duda de un enigma elegante. ¿No imaginó Borges que habría asesinos por amor y traidores sólo impulsados por la lealtad? A provincias las verdades tardan algunos años en llegar: uno todavía escribe porque no sabe hacer otra cosa en la vida y lee libros porque le cuesta imaginarse un placer más delicado y más alto, pero parece que esta debilidad es un anacronismo. En la provincia la soledad es tan notoria y los hoteles umbríos tan escasamente clandestinos, que la única posibilidad de encontrar un lugar habitable es escribir artículos o reconocer una voz en mitad de un periódico que sea tan hospitalaria como la casa de uno.
Hace poco, al terminar una novela cualquiera de Georges Simenon, al añorar en seguida los cielos bajos y lluviosos de París reflejándose en el espejo inmóvil de las aguas del Sena, obtuve una conclusión un poco melancólica: una novela no es nada más que un lugar donde vivir, una casa, una mirada, una voz de cualquier día y de siempre.
Una novela es la otra vida necesaria que no nos atrevimos a desear; un artículo es una de esas citas fugaces en un bar, que sin que lo sepamos, designan nuestro porvenir. Comprendo que éstas son pálidas convicciones de provincia, pero alguna ventaja tenía que ganarse con vivir en el limbo. En Madrid todo es mucho más simple: se nota que el desdén es una de las escasas actitudes que salvan del escarnio. Lo natural en un poeta es partirse de risa a costa de la mayor parte de la poesía española. Lo que certifica la valía de un novelista, en especial si lo condecora el pasajero mérito de la juventud, es declarar que desde hace años no lee novelas, y que si las escribe es sólo por ganar algún dinero fácil. Lo que uno siente al oír estas cosas, después del estupor, es un acceso de piedad, porque el dinero fácil se obtiene más difícilmente con la literatura que con el tráfico de estupefacientes, por ejemplo, y porque debe ser muy triste ganarse la vida y la celebridad con un oficio que se odia. Pero ya se sabe que hay gente para todo y que el éxito suele ser un malentendido.
Cuando termino de escribir un libro yo siempre siento hacia él, aparte del alivio de haberlo concluido, la inmediata nostalgia del tiempo en que lo escribía y de los hábitos que acompañaron el demorado crecimiento de sus páginas: de los libros se va uno como de un hotel en el que ha sido feliz durante unos pocos días. Cuando un instinto más certero que la inteligencia -con razón Proust desconfiaba tanto de ella- me dice que he encontrado la primera línea de una novela, esa primera frase que contiene todas las que vendrán después, es como si hubiera hallado, entre las cosa triviales que uno suele llevar en los bolsillos, la llave de una casa cerrada que rondé mucho tiempo desesperado por el miedo a no lograr que alguna vez su puerta se abriera al empuje de mi mano.
En una película de Buñuel, una mujer apresurada que viene de la compra deja sobre la mesa una gran bolsa de papel y va sacando y enumerando las cosas que contenía: «El café», dice con naturalidad; «el pan, el azúcar, las verduras, la llave de los sueños...», que es una pesada llave de hierro como las que abrían las puertas antiguas, aquellas que distinguíamos en nuestra calle únicamente por la resonancia metálica de sus llamadores.
Hay lugares fracasados y casas en las que misteriosamente advertimos que nunca ha sucedido la felicidad, igual que hay bares comunes tocados por el maleficio invisible del desamparo en los que nunca entra nadie. Exactamente esa misma sensación es la que notamos al abrir ciertos libros: no fueron habitados ni amados mientras se escribían, y nos solicitan vanamente y escapamos de ellos como de ésos rostros que nunca fueron mirados por las intensas pupilas del amor. Nada tiene que ver aquí la perfección ni la sintaxis, que son virtudes frías, ni tampoco las azarosas credenciales del éxito. Hay ciudades de una belleza sin error en las que sospechamos que es imposible la vida. Hay libros tibiamente calculados por la inteligencia, y películas, y cuadros, que no le importan nada a nadie, ni a quien los hizo.
Uno imagina sin soberbia otro destino para las palabras que escribe: que no se cifren en ellas, como en el plano de un tesoro, la longitud y la latitud de un lugar habitable, de una casa reconocida como propia por quien ingrese en ella y que sea a la vez un poco inquietante, con ruidos extraños en la oscuridad, en el silencio del insomnio, con pasillos usuales que algunas veces, en esas tardes de lunes o domingo en las que nada nos consuela, parezcan tramos tenebrosos del laberinto de Minos. Hay quien llega a su casa y enciende la luz y cuelga el abrigo en el perchero y no le ocurre nada: son esas mismas gentes que no se conmovieron ni el primer día que las fue dado ver el mar. Pero hay también quien lo espera todo de los próximos cinco minutos, de la mirada o del libro que están a punto de encontrar. Para esa gente despojada y lunática la vida y la literatura son una perpetua invitación a descender sin miedo a los prodigios de la cueva de Montesinos.
Antonio MUÑOZ MOLINA
Abc Literario, Sábado 21 de mayo-1988
LA CUEVA DE MONTESINOS