Deixo aqui este interessante artigo sobre a cidade de Salvador de Bahia publicado no jornal espanhol "El País". Espero que vocês gostem.
El País, Jueves 21 de Febrero
de 2013
El corazón negro
de Brasil
Es el país más extenso y
poblado de sudamérica, un ‘milagro’ de desarrollo con mucho camino por recorrer
y grandes tradiciones que preservar.
El estado de Bahía resume
la identidad de Brasil: mezcla, contrastes, mitos, herencia y una naturaleza
desbordante que sumerge al viajero en la esencia de una tierra de alegría
contagiosa.
JAVIER MORO
Empiezo a escribir este
artículo cómodamente sentado en una butaca de las líneas aéreas de Portugal,
disfrutando de vinos de Oporto y de una comida exquisita, lo que no siempre es
evidente en un avión. Voy a hacer en ocho horas el trayecto de Lisboa a Salvador
de Bahía, el mismo viaje que en 1808 emprendió el rey Juan VI de Portugal y
toda su corte huyendo de las tropas de Napoleón. Aquel fue un viaje épico y
peligroso que duró tres meses y medio, en barcos de vela mal calafateados y
pobremente avituallados. Junto a la corte abandonó Portugal un 10% de la
población, toda la élite: funcionarios, curas, comerciantes, administradores,
arquitectos, médicos, etcétera. El país se desangró. Por primera vez en la
historia, un rey y su corte abandonaban la metrópoli para irse a las colonias.
Nunca había ocurrido algo semejante. Aunque el pueblo lo veía como un traidor,
don Juan había abordado su nave llorando, el corazón desgarrado. No, no era un
traidor. Siempre había antepuesto el deber a cualquier otra consideración.
Razones de estrategia le habían impulsado a tomar aquella decisión muy a su
pesar. Se enfrentó a un dilema tremendo: para salvar el imperio –mucho mayor
que el propio Portugal– tuvo que sacrificar la metrópoli.
Hoy, el resultado de
aquella determinación se ve por la ventanilla del Airbus: allí abajo desfilan
las tierras de Brasil, el país más extenso y poblado de Sudamérica, una de las
grandes potencias emergentes del mundo, una nación unida e increíblemente homogénea
a pesar de su flagrante –y a veces sangrante– diversidad. Fue precisamente la
decisión de aquel rey bonachón lo que propició el nacimiento de Brasil. En
España, cuando Carlos IV quiso hacer lo mismo –huir a México para escapar de
los franceses y salvar el imperio– ya era demasiado tarde. El resultado está a
la vista: el imperio español se desmembró, pero el portugués consiguió mantener
sus colonias americanas unidas. Para eso sirven los reyes.
El avión hace un círculo
antes de iniciar la maniobra de descenso. Los últimos rayos de sol se reflejan
en las aguas del Recôncavo, la bahía que dio su nombre a la ciudad cuando los
primeros exploradores, deslumbrados por tanta belleza, fundaron San Salvador de
Bahía de Todos Los Santos. Oficialmente Salvador. Pero el pueblo, más
identificado con la naturaleza que con Jesús, sigue llamándola Bahía. Es el
mismo pueblo, abigarrado y barroco, que recibió a los reyes de Portugal en su
huida de Napoleón, después de aquella espantosa travesía. ¡Qué decepción al
verlos llegar! “¿Estos son los reyes?”, se preguntaban con ojos muy abiertos
los esclavos, los mulatos, los colonos portugueses. Les costaba creer que
aquellos individuos sucios, malolientes y todavía medio mareados eran la
encarnación de la más alta autoridad del vasto imperio portugués, símbolos de
una civilización que había descubierto el mundo. Dicen –¿será leyenda, será
verdad?– que a las bahianas les sorprendió mucho el turbante que llevaban la
reina, la española Carlota Joaquina de Borbón, y sus damas de compañía.
Creyeron que esa debía ser la moda que imperaba en Europa, y la adoptaron. No
podían sospechar que la reina llevaba turbante para esconder su cráneo rapado al
cero a causa de la plaga de piojos que había invadido el buque.
Hoy Salvador es una
ciudad de tres millones de habitantes, algo caótica, que lucha por subirse al
tren del desarrollo brasileño. De camino al centro circulamos entre un sinfín
de rascacielos a medio acabar, coronados por un bosque de grúas. Muchos de los
edificios terminados parecen vacíos… ¿habrá burbuja? Oficialmente no, nos dice
el conductor. Se necesitan ocho millones de viviendas para satisfacer la
creciente demanda de la nueva clase media brasileña, esa que Lula ha sacado de
la pobreza en los últimos veinte años. Pero los hombres de negocio son más
escépticos: “Se están construyendo casas para gente que no puede comprarlas”.
El caso es que no hay luces en esas moles de hormigón. A mí, la fiebre
especulativa a la que se dedican tantos brasileños que compran sobre plano para
vender nada más terminada la construcción me trae inevitables recuerdos… todas
las burbujas se parecen.
El conductor nos muestra
orgulloso el estadio de fútbol en construcción, el modernísimo Arena Fonte
Nova, que luce un techo con estructura metálica, además de un restaurante
panorámico, un museo del fútbol, tiendas, hoteles y una sala de espectáculos.
Uno no puede menos que
preguntarse si estará listo para 2014, así como los accesos, las autopistas,
los puentes elevados… Todo está a medio hacer, no solo aquí, sino en las otras
grandes ciudades también. Las autopistas están en obras, los aeropuertos son
vetustos y están saturados… Ante la inquietud del COI, muchos españoles dicen
que si le hubieran dado los Juegos a Madrid, se hubieran ahorrado esa
incertidumbre. Pero es fácil ser agorero, y yo me fio: de un país que ha sido
capaz de levantar de la nada, en menos de cinco años, su capital –Brasilia– se
puede esperar de todo.
Hace veinte años que no
venía a esta antigua capital de Brasil, marcada por haber sido durante siglos
el centro de importación de esclavos africanos. Depositaria de la cultura
negra, guardiana de las tradiciones, es una ciudad mítica, pobre y caótica, que
parece resurgir de sus cenizas. Desde que su centro histórico, el Pelourinho,
barrio antiguo que debe su nombre a la picota donde encadenaban a los esclavos
para azotarlos en público, fue declarado patrimonio de la humanidad por la
Unesco, se han invertido ingentes cantidades de dinero en su rehabilitación. Ya
no respira este barrio el hedor de la espantosa miseria de antaño. La zona era
tan peligrosa que no había hoteles, estaba tan deteriorada que no existía una
sola vivienda sana. Era un conjunto tristón, de fachadas leprosas. Lo recuerdo
en blanco y negro, y ahora sin embargo el Pelourinho es en colores.
En las callejuelas
pasamos frente a una escuela de samba, un salón de belleza, una pajarería, un
restaurante que despide aromas a aceite de coco… El hotel donde nos instalamos
el fotógrafo Ángel López-Soto y yo tiene siete habitaciones y es, como su
nombre indica, un Solar dos Deuses. Pertenece a un empresario español llamado
José Iglesias, que contribuye así al renacer del barrio. Desde las
habitaciones, coquetamente decoradas en el más puro estilo colonial, se
escuchan los ruidos de la calle, el grito de un vendedor ambulante, la canción
de un borracho, la algarabía de niños persiguiéndose. Suben efluvios de
sancocho de cangrejo, de tortuga guisada, de acarajés fritos (buñuelos de
habichuelas) y demás delicias de la cocina bahiana, rica en especias.
Hace algo más de cien
años, desde estas mismas ventanas, cuyas casas pertenecían a los dueños de
molinos de azúcar, los habitantes veían azotar a los esclavos. Ahora los
descendientes de aquellos esclavos son los que ocupan el barrio, en cuyas
callejuelas fermenta una vida oscura y mágica. Este es uno de los conjuntos
arquitectónicos más grandes y mejor preservados del mundo. Dicen que cuenta con
365 iglesias, una por cada día del año. Lo curioso es que si ha sobrevivido al
paso del tiempo, ha sido gracias a las prostitutas Es precisamente porque el
Pelourinho fue refugio de la prostitución callejera más abyecta por lo que el
barrio se ha salvado. Ningún empresario quería invertir en un lugar tan mal
frecuentado. No en vano los bahianos hablan de “Bahía de Todos los Santos… y de
todos los pecados”.
El espectro de Jorge
Amado, gigante de la literatura que supo tan bien identificarse con la alegría
de su ciudad, planea sobre el Pelourinho. Su antigua casa, convertida en museo,
atesora el universo de marineros, ladrones, prostitutas, brujos, vagabundos,
niños perdidos y mujeronas generosas que pueblan su prolífica obra. Los
intelectuales brasileños le reprochan haber contribuido a ofrecer al mundo una
imagen exclusivamente folclórica de su país. Pero eso es olvidar que ha sabido
contar la realidad del Brasil profundo con enorme talento. Sabía que el
pesimismo es un lujo de ricos, y el optimismo, un don de los pobres. Y él era
demasiado optimista para la élite algo acomplejada y estrecha de tan vasto país
que mira para otro lado cuando se le recuerda la violencia en la Amazonia, el
trabajo esclavo que todavía existe, los mendigos fumadores de crack, la cara
oscura del otro Brasil, el que no brilla.
Amado, que tuvo una fe
heroica en la vitalidad de su pueblo, a pesar de las condiciones desesperadas
de unos pobres que solo salían adelante gracias al crimen y la delincuencia,
estaría sonriendo hoy si viese el éxito del Brasil actual. Pero no por ello se
olvidaría del lastre que todavía acumula y cuya expresión más abyecta es la
violencia que azota las grandes ciudades y las vastas extensiones del interior
y que a su vez deriva de la tremenda desigualdad. Hay terratenientes que son
dueños de fincas del tamaño de Bélgica y hordas de campesinos sin nada, muchos
de ellos agrupados en torno al Movimiento de los Sin Tierra. El misterio es:
¿cómo un país con tanta desigualdad, con tantos desequilibrios regionales y
raciales, con tanta violencia, consigue mantenerse tan unido? Porque aquí
todos, ricos y pobres, blancos, negros e indígenas, nordestinos o sureños,
todos exhiben su brasilidade con inmenso orgullo. Gente simple, amable,
abierta, alegre y optimista. La respuesta está en la historia, y en un hecho
concreto. Los portugueses consiguieron imponer su idioma en todo el territorio,
lo que no consiguieron los españoles ni en México ni en Perú, por ejemplo. De
modo que en las callejuelas del Pelourinho solo se oye hablar portugués entre
negros y mestizos. Ese es el aglutinante que ha mantenido unida a esta nación
tan dispar.
Es curioso cómo en un
país con una altísima tasa de analfabetismo existe una literatura casi oral,
próxima al cuento, novelas que se pueden leer en voz alta ante una multitud de
campesinos y que tienen la capacidad de emocionar y de hacer soñar a gente que
nunca lee. En este reino de la televisión sobrevive lo que llaman la literatura
de cordel, que engarza con los sueños y las curiosidades de los brasileños
pobres. Claro que los mismos que miran a Jorge Amado por encima del hombro
desprecian esta literatura del pueblo en oposición a la alta cultura reservada
a los iniciados. Todos los países se parecen; todas las élites, también.
Y hablando de literatura,
después de haber explorado bien el Pelourinho y haber disfrutado de la otra
Bahía, la moderna del litoral con sus bares donde se degustan nécoras con
cerveza a precio todavía módico y se escucha samba y bossa nova en garitos
animados, donde huele a mar y a marihuana, nos evadimos de la gran urbe para
asistir a la Flica, la Feria del Libro de Cachoeira, el festival literario de
la pequeña ciudad colonial de Cachoeira, escondida al fondo del Recôncavo, en
la desembocadura del río Paraguazú, a sesenta kilómetros de Salvador.
Atravesamos campos de palmeras, de árboles de cacao, de caña de azúcar, sembrados
de antiguos molinos abandonados. Nos detenemos en Santo Amaro, pueblo del
azúcar, con sus casas bajas de estilos colonial y art déco, todas decrépitas.
No podemos ver a la carismática doña Canó, conocida en todo Brasil por haber
alumbrado dos genios de la música, Caetano Veloso y Maria Bethânia. Nos dicen
que está enferma y, en efecto, pocos días después de nuestro paso por el
pueblo, la “matriarca”, quien aseguraba que el secreto de la longevidad era
vivir rodeado por la gente que uno ama, murió a los 105 años. La despidieron
con unos funerales grandiosos.
Cachoeira, en la ribera
izquierda del río Paraguazú, es una de las ciudades más bellas del Brasil
colonial. Hay muchas otras, sobre todo en el Estado de Minas Gerais, como Ouro
Preto, la primera capital, Mariana, Diamantina, São João del Rei… perlas que han
sobrevivido a la falta de respeto que los brasileños sienten por su pasado.
Cachoeira es una joya cuyas calles flanqueadas de edificios antiguos
milagrosamente conservados descienden hacia el río. Su festival literario anual
recibe a autores que vienen del mundo entero para compartir unos días de
charlas, comidas y conciertos. Aquí se juntan el Brasil moderno y el antiguo.
La organización, a cargo de jóvenes de una edad media que no alcanza los
treinta años, es perfecta. Aúnan lo mejor de ambos mundos: son simpáticos,
entusiastas y vitalistas, como el pueblo brasileño en general, pero pertenecen
a esa amplia clase media muy formada, cosmopolita e hiperconectada que podría
darse en cualquier otro país desarrollado. El contraste lo da el entorno,
compuesto en un 90% de población negra, en su mayoría pobres, y hasta muy
pobres.
Nos alojamos en el
Convento do Carmo, parcialmente convertido en hotel tipo parador. Las
habitaciones, antiguas celdas encaladas, dan al claustro, que hace de patio y
de sala de estar. La otra mitad del convento alberga un museo de arte sacro,
uno de los más interesantes del país. La sacristía contiene cinco armarios
floridos con cinco estatuas de Cristo en su interior traídos de Macao por un
artista de Cachoeira que se fue a las colonias en busca de fortuna. Son Cristos
un tanto especiales, con ojos achinados y bigotes que caen en punta de cada
lado. Cristos mestizos que simbolizan el ideal brasileño de la mezcla
universal.
Sorpresa, López-Soto
insiste en presentarme a su novia. No sabía que tuviera una aquí, en un lugar
tan remoto. Pero es tan ligón y de gusto tan ecléctico que ya estoy curado de
espanto… Me lleva por unas callejuelas hasta una casa cuyas puertas están
abiertas, y donde no parece haber nadie. Todo limpísimo y humilde. Entramos en
la cocina, en una habitación, en otra…, llamamos, pero no obtenemos respuesta.
Finalmente, en el saloncito de la entrada descubrimos el cuerpo tendido de una
anciana. López-Soto se ríe al ver mi cara de asombro mientras observo las
grandes manos negras de aquella mujer tumbada, sus dedos enormes, el contraste
de las yemas blancas, la piel del rostro como cuero arrugado, las mejillas
enjutas, los labios anchos, el turbante deshecho. La respiración es profunda, y
la cadencia inspira una paz infinita. Permanecemos un buen rato sentados en ese
cuarto frente a la Mãe Filhinha, su novia, la gran sacerdotisa del candomblé,
que es el rito afrobrasileño de los negros. Una religión que se remonta a los
tiempos cuando la Iglesia católica consiguió prohibir los cultos africanos,
persiguiendo a sus sacerdotes y a sus fieles. Entonces los esclavos, movidos
por la necesidad de proteger sus dioses en esa tierra extranjera, los mezclaron
con los santos del cristianismo. Así nació el culto sincrético conocido como candomblé.
La mujer se despierta y
nos mira, exactamente igual que si estuviera viendo unos marcianos con antenas
sentados en su salón. Pero no dice nada. Nos observamos mutuamente hasta que
cierra de nuevo los ojos y empieza a emitir unos ronquidos suaves, puntuados
por su respiración acompasada. “Vaya novia te has echado, Soto”, le digo
mientras aparecen familiares, que disculpan el cansancio de la gran dama. Y es
que la Mãe Filhinha, la madre de santo del mayor grupo de candomblé de
Cachoeira, está a punto de cumplir los 109 años. Está cansada por el siglo y
pico que lleva a sus espaldas y por los preparativos de su cumpleaños, que
promete ser un gran evento y al que nos invitan gracias a los buenos oficios de
Soto, que saca una retahíla de fotos de anteriores viajes donde vemos a su
novia con unos añitos menos, aunque siempre anciana, dándole grandes abrazos.
Es lo bueno de viajar con un fotógrafo viajado, él ya ha pasado por aquí, me
abre las puertas y me hace de guía.
El cumpleaños de la Mãe
Filhinha fue el más surrealista de los que he presenciado en mi vida. No se
cumplen todos los días 109 años. Vestida como una reina, con faldón blanco
hasta los tobillos y tocada de un turbante, nos recibió sentada en el terreiro
de su casa, un patio encalado donde se llevan a cabo las ceremonias. Recibía
con su sonrisa inmensa a los que venían a felicitarla, algunos de pueblos de
los alrededores, otros del mismo Salvador. A su alrededor, mujeres más jóvenes,
también vestidas de blanco, movían sus caderas al son de unos tambores que un
par de afrobrasileños tocaban con destreza. Las sillas se fueron ocupando y
pronto el lugar se llenó de gente. Soto y yo éramos los únicos extranjeros, y
lo que nos gustó es que no nos hicieron especial caso: no era un sitio para
turistas.
Mientras se caldeaba el
ambiente aproveché para observar el altar y los accesorios del culto: una
estatua de escayola de San Jorge a caballo, asimilado en el panteón del
candomblé al orixa Oxossi, dios de la caza. Pronto, al son de los tambores,
algunas mujeres se pusieron a temblar, otras miraban fijamente un punto que
solo ellas parecían ver. El dios que habían invocado con sus bailes empezaba a
tomar posesión de sus cuerpos. Soto y yo acompañábamos dando palmadas y
abriendo mucho los ojos. De pronto se oyó un grito agudo, el primer trance. Un
joven se cayó y enseguida las mujeres le ayudaron a levantarse. La Mãe Filhinha
presidía la función, imperturbable, con la sonrisa tierna de quien lo ha visto
ya todo. Como Mãe-de-Santo, su papel consistía en facilitar el paso de los
dioses que buscaban su camino entre los cuerpos. De modo que, siempre con un
pañuelo empapado de colonia en la mano, secaba el sudor del rostro de las
jóvenes que giraban a su alrededor y sostenía a las que vacilaban…
Era como la directora de
orquesta de una fiesta que iba subiendo de tono sin que los profanos supiésemos
hasta dónde iba a llegar. Nada que ver con las religiones cristiana, budista o
hinduista, basadas en la oración individual y el silencio. Esta es una religión
del ruido y la ayuda mutua, de la alegría y la música. Aquí los dioses vienen a
cantar y a disfrutar en los cuerpos de quienes toman posesión, no a amenazar o
a castigar con penitencias. Por primera vez noté que algunos hablaban en
dialectos africanos y nada más salir del trance recuperaban la conversación en
portugués. El candomblé existe como tradición de un pueblo de esclavos, seres
humanos desposeídos de sí mismos que a través del rito recuperaban su identidad
colectiva, el vínculo que los unía a su pasado y a sus orígenes, y de allí al
mundo. Al cabo de un rato, la Mãe Filhinha se acercó a Soto, le colocó las
manos en la frente y le pidió que abriese los brazos, las palmas hacia arriba,
y que respirase profundamente. Yo me crucé de brazos, pero enseguida uno de los
asistentes me dijo que no, que debía soltarlos, que la energía debía fluir…
Pensándolo bien, cruzar los brazos es un reflejo de alguien que se cierra sobre
sí mismo, lo que no facilita la libre circulación de los dioses. Y ya está, no
pasó nada más, después de Soto me tocó a mí abrir los brazos y cerrar los ojos,
y en lugar de dar la bienvenida a algún dios, pensaba en la inmensidad de
Brasil, en lo lejos que estábamos en aquel momento de los ultramodernos centros
comerciales de São Paulo con sus helipuertos y su deslumbrante lujo, del
hospital puntero Albert Einstein, de la vanguardista universidad de Campinas,
de la limpia y metódica Curitiba, de la blanca Porto Alegre… Siempre me
sorprenderá que este territorio gigantesco, sometido a poderosas fuerzas
centrífugas, no se haya fragmentado. Brasileños de edades distintas, razas
distintas, niveles de vida diferentes, acentos diversos, comparten el mismo
amor a su patria, la misma brasilidade.
Al revés que las colonias
españolas, Brasil logró su independencia sin apenas derramamiento de sangre.
Más tarde, en 1888, abolió la esclavitud sin el enfrentamiento que había
marcado el mismo proceso en los Estados Unidos de América. Y su transición de
imperio a república también se hizo suavemente. ¿Cuál es el secreto de Brasil?
Quizá sea lo que ellos llaman el jeitinho, concepto que no tiene fácil
traducción, pero que se puede explicar por gesto, en el sentido de tener un
gesto, de siempre facilitar la salida de una situación, de estar siempre
abierto a las concesiones recíprocas. Un pragmatismo que les hace adaptables,
como lo han sido a la hora de recibir a hordas de inmigrantes del mundo entero,
convirtiendo sus grandes ciudades en algunas de las más cosmopolitas del mundo.
Y siempre hay alguna explicación escondida en los pliegues de la historia:
quizá los primeros colonos, muy escasos para semejante extensión de tierra,
tuvieron que pactar con los autóctonos y aprendieron así a adaptarse a sus
costumbres. La fusión total la consiguieron uniéndose a las mujeres locales, a
las indias, y luego, a las mulatas y las afrobrasileñas. Mezclarse para
sobrevivir: fusionar el otro en una armonía general. Quizá resida allí el éxito
de Brasil, un gran país desigual donde la felicidad no parece depender del
bienestar económico. Un país homogéneo donde se respira libertad y tolerancia.
Donde el desenfado y la alegría se contagian al visitante.
En el avión de regreso,
entre Lisboa y Madrid, echo un vistazo a la hoja plastificada que describe el
tipo de avión en el que viajamos: es un Embraer 195. Un avión enteramente
construido en Brasil y que vuela en aerolíneas del mundo entero, incluidas las
españolas…